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21 septiembre 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

UNA ESCENA DESOLADORA
1.- Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado (Le 24, 13-14).
Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores (Gn 3, 7).
La desnudez de nuestros primeros padres

La expresión «se les abrieron a entrambos los ojos», empleada en el momento en que el hombre se sumergió en las tinieblas, puede parecer sorprendente. Lo es menos si consideramos que, hasta entonces, su vida había estado vuelta por completo hacia Dios, que era la Luz misma. En su estado original, el hombre vivía volcado hacia su Hacedor, como quien, olvidado de sí, contempla serenamente el brillo de día, y, sabiéndose criatura, se abandonaba por completo a los cuidados de su Creador. En esta relación sumamente luminosa, el pecado supuso cerrar de golpe las ventanas que abrían el alma del hombre a la claridad divina, y quedar sumido repentinamente en la noche.
Del mismo modo que, cuando se oscurece bruscamente un lugar, los ojos deben adaptarse a la penumbra, así los ojos del hombre, vueltos por obra del pecado hacia las sombras, tras perder el fulgor de la luz divina, fueron abriéndose lentamente y descubriendo el nuevo y oscuro panorama. Ya no era Dios quien estaba frente a él, sino su propia soledad. Al elegirse a sí mismo, el hombre se condenó a ser el oscuro objeto de su propia mirada, él que hasta entonces se había visto reflejado en las pupilas de luz de Yahweh Dios.
Por vez primera, el hombre se ve desnudo, y esa desnudez le asusta. Como fantasmas liberados por la noche, se apoderaron del corazón humano sentimientos de indefensión, de pobreza, de inseguridad, de debilidad. Separado de su Creador, Adán quedó a solas con su pobreza, desnudo ante sí mismo e indefenso frente a Satanás.
Por este motivo, en adelante, su única obsesión será ponerse a cubierto. Su libertad le había servido para sentarse en el trono desde el que Yahweh dominaba la Creación, pero, una vez sentado allí, desposeído de la protección del Ser Supremo, se descubrió a sí mismo como una criatura minúscula, incapaz de regir siquiera su propia vida, y el mundo circundante, aquel mundo que el hombre quería dominar, separado de su Dueño y entregado a Satanás, se le volvió una amenaza. Poco antes, había recibido un encargo de Dios: «Llenad la Tierra y sometedla» (Gn 1, 28). Se trataba de una misión que el hombre estaba llamado a desempeñar bajo el manto protector de su Creador. Ahora, desposeído voluntariamente de ese manto y desnudo, Adán se encuentra ante la Tierra como ante un adversario amenazante, y el dominio ya no podrá ser sino hostil.
En resumidas cuentas, tras el pecado, y como consecuencia de él, el hombre dejó de ser niño. Un niño no esconde su desnudez ante su madre, porque se siente revestido de cariño y confianza. Si para Adán la desnudez significaba vergüenza e indefensión, si sentía por vez primera la necesidad de cubrirse ante la Creación y ante Dios, es porque previamente se había despojado de ese Amor protector. Acababa de inaugurarse un estado de vida. La entrada del pecado en el mundo convertirá, desde aquel momento, la estancia del ser humano sobre la tierra en un combate a muerte contra las fuerzas del mal. A ese combate, el hombre no puede acudir desnudo.