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16 septiembre 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

ABRAZAD LA BUENA DOCTRINA
La eucaristía
«En esta nuestra época se plantean nuevos problemas y se multiplican errores gravísimos que pretenden destruir desde sus cimientos la religión, el orden moral e incluso la sociedad humana. Este Santo Concilio exhorta a los seglares a que cada uno, según sus cualidades personales y la formación recibida, cumpla con suma diligencia la parte que le corresponde, según la mente de la Iglesia, en aclarar los principios cristianos, difundirlos y aplicarlos certeramente a los problemas de hoy».
Con el deseo de unirnos a esta petición del Papa, pensamos que uno de los sacramentos que más fuerza nos puede infundir a la hora de vivir y anunciar la buena doctrina es la Eucaristía.
Jesús no sabe qué hacer para quedarse con nosotros, le cuesta la separación y decide quedarse, bajo las especies de pan y de vino, en todos los Sagrarios de la tierra. Una vez más nos demuestra con obras que su amor no tiene límites.
Nos acercamos al cenáculo donde Jesús está reunido, en intimidad, con sus discípulos. En aquel lugar —que nos imaginamos— reina la paz, el recogimiento y la esperanza. El ambiente está cargado de amor y traición. Los discípulos presencian cómo el Señor se levanta, se ciñe la toalla, echa agua en una vasija y se pone a lavarles los pies y a secárselos.
El Maestro, el que es Señor de todos, se hace siervo. Hay quien lo quiere evitar: «¿Tú lavarme los pies a mí?», dice Pedro, escandalizado. No ha comprendido todavía que el amor es servicio a los demás, es sacrificio; y escucha por segunda vez el reproche del Señor: «lo que Yo hago lo entenderás más tarde». Sin embargo, nos consuela este diálogo entre Pedro y Jesús, entre dos amigos que se quieren, aunque Pedro todavía no ha llegado a comprender la misión de Cristo. Y Jesús le dice que si no le deja lavarle los pies no tendrá parte con El. Y Pedro, impulsivo como siempre, le contesta: «no sólo los pies, sino todo entero». Entonces es el momento en que Jesús reconoce, delante de todos, su rectitud de intención y sus deseos de seguirle: «el que se ha bañado no necesita lavarse; está limpio»
El amor que los discípulos tienen al Señor es todavía imperfecto, y por eso Cristo les hace ver que lo importante es la entrega humilde. Lo que pretende el Señor es que cada uno de nosotros haga lo mismo con los demás. Es una lección de humildad que no termina en el lavatorio de pies. Estamos en la víspera del día solemne de Pascua. Y a continuación «tomó el pan y, dando gracias, lo partió y dijo: Tomad y comed, este es mi cuerpo que por vosotros será entregado; haced esto en memoria mía. Y de la misma manera el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es el Nuevo Testamento de mi sangre. Haced esto cuantas veces lo bebiereis en memoria mía».
Jesús tiene que irse al Padre y, como quiere quedarse con nosotros, realiza uno de los milagros más escondidos y más llenos de amor; se queda oculto en el Sagrario. «El Unigénito de Dios quiso hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza de tal modo que, haciéndose El hombre, los hombres nos hiciéramos como Dios».
Se ha quedado cerca de nosotros en este misterio de fe, que no se puede comprender si no es bajo el prisma del amor sobrenatural.
Cuando amamos, procuramos la aproximación del ser amado; es una necesidad verlo, tenerlo cerca. Jesús manifiesta que, en verdad, sus delicias están en vivir con los hijos de los hombres. Estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos. Cristo, paciente, se encierra en el Sagrario, en espera del amor de los hombres, de un modo misterioso, pero real y sensible a la fe.
Allí está deseando que le vayamos a recibir para santificarnos, para conseguir esa identificación con El. Ante el sacramento de la eucaristía, el corazón humano se llena de agradecimiento. No queremos buscar razones al misterio. Preferimos adherirnos con la fe.
Para recibirle con dignidad hay que prepararse antes y vivir en su presencia, a través del cumplimiento esmerado de los deberes de cada uno, dándole gracias por lo que recibimos y pidiendo perdón por las faltas que cometemos. Acciones de gracias y actos de desagravio, que preparan el terreno para el amor.
La sagrada comunión es la carne y la sangre de Cristo, alimento de nuestra alma: «mi carne es verdaderamente comida y mi sangre verdaderamente bebida», dice el Señor. Este alimento fortalece al alma dándole esas fuerzas que necesitamos para evitar el pecado, para crecer en santidad y llegar a ser ese «ipse Christus».
Es verdad que no percibimos un gozo sensible, sino una alegría interna de sabernos sagrarios que contienen a Cristo. Es imprescindible la comunión para nosotros que hemos abrazado la buena doctrina, «el que come mi carne y bebe mi sangre tendrá vida eterna y Yo le resucitaré en el último día». Y más adelante dice: «el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él». Eso es lo que pedimos insistentemente al Señor, que permanezca con nosotros.
Todo nos parece poco para el amor —por eso la ruindad y la mezquindad de corazón las rechazamos como una gran tentación—. Nos atrae fuertemente aquella escena de la vida del Señor, protagonizada por una mujer generosa: «encontrándose Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, se acercó a El una mujer que traía un frasco de alabastro, con perfume muy caro, y lo derramó sobre su cabeza, mientras estaba a la mesa. Al ver esto los discípulos se indignaron y dijeron: ¿Para qué este despilfarro? Se podía haber vendido a buen precio y habérselo dado a los pobres. Mas Jesús dijo: «¿Por qué molestáis a esta mujer? Pues una obra buena ha hecho conmigo, porque pobres tendréis siempre, pero a Mí no me tendréis siempre».
Hay que ir al sacramento llenos de obras buenas, con el corazón repleto de amor, con el desprendimiento de todo lo terreno para darle, en esos momentos, a Dios lo mejor. No podemos conformarnos con una comunión rápida, tibia y una acción de gracias tan limitada que al volver al trabajo no quede en nuestro interior ese calor que nos infunde el mismo Cristo. «El perfume más caro» puede ser una continua mortificación de los sentidos para centrarlos en El. Elegir el mejor momento del día, en el que atendamos de verdad a Dios. La generosidad de esta mujer que lo da todo —no sólo su corazón, sino la materialidad de un frasco de perfume—, nos tiene que animar a entregar a Dios, en lo material también, lo mejor que poseemos. El culto eucarístico, la adoración y el amor que tenemos al Señor debe estar rodeado de delicadezas, sensibles a cualquier detalle de cariño. Primero, Dios, y después, los demás. Esta es la jerarquía del amor: para Dios, lo mejor, lo que nos parezca único, lo que realmente nos cueste entregar, porque lo consideramos nuestro.
Es éste un misterio en el que el hombre recibe a Dios, en una realidad que no nos podemos explicar, pero que nos impresiona. La magnanimidad de Dios hace que nos elevemos sobre nosotros mismos para formar parte de El. Es el momento en el que Dios y el hombre, fundidos en un abrazo, viven de amor. «En la cruz quedaba oculta la divinidad, mas aquí se oculta hasta la humanidad. Pero yo, creyendo y confesando entrambas cosas, pido lo que pidió el ladrón arrepentido». Seguros en el amor por la fe, a pesar de que «la vista, el tacto y el gusto se equivocan», surge del alma el deseo de gritar «creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios; nada hay más verdadero que esta palabra de verdad».