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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
Comportarnos como hijos de nuestra Madre
El amor a la Virgen llena de alegría a su Hijo: ¿No te conmueve oír una palabra de cariño para tu madre?
—Pues al Señor le ocurre igual. No podemos separar a Jesús de su Madre.
Es un sentir tradicional en la Iglesia, por eso afirmaba Juan de Tesalónica: «Mientras se alaba a la Madre, el Hijo, que ama a la Madre, se alegra mucho y se llena de gozo»; y San Ildefonso explica: «Jesús, que yo pueda servir a vuestra Madre de forma que pueda demostraros que estoy a vuestro servicio. Reine Ella en mí, para que yo esté seguro de agradaros. No disminuya jamás su dominio sobre mí para que eternamente seáis Vos mi Señor. Si deseo llegar a ser el siervo fiel de la Madre, es para poder ser siervo fiel del Hijo. Si quiero servir a su Madre es para que el Hijo sea mi Señor. Para demostrar que estoy al servicio del Señor, doy como prueba el dominio que su Madre ejerce sobre mí. Porque servir a su Esclava es servir al Señor, y redunda en honor del Hijo todo lo que se concede a la Madre, como se convierten en honor del rey los homenajes de sumisión a la reina».
La razón del culto a la Virgen deriva de su Maternidad divina y de su participación en el misterio redentor; ésta es la doctrina católica de siempre, expuesta también en algunos documentos recientes que explican sus fundamentos teológicos, como la constitución dogmática Lumen gentium, la exhortación apostólica Marialis cultus y la encíclica Redemptoris Mater.
El cristianismo forma una unidad indisoluble, por eso: El amor a la Señora es prueba de buen espíritu, en las obras y en las personas singulares.
—Desconfía de la empresa que no tenga esa señal.
La teología mariana, el culto y la devoción a la Virgen participan íntimamente del misterio de Cristo, de tal modo que cualquier desviación doctrinal o práctica en lo que se refiere a la Madre de Dios repercutirá en un error cristológico, eclesial, moral, etc. Escribí cuando era joven (...) que a Jesús se va y se «vuelve» por María. Con esa misma convicción afirmo que no nos ha de extrañar que, los que no desean que los cristianos vayan a Jesús —o que «vuelvan» a El, si por desgracia lo han perdido—, empiecen silenciando la unión a Nuestra Señora o sosteniendo, como hijos ingratos, que las tradicionales prácticas de piedad están superadas, que pertenecen a una época que se pierde en la historia. Las almas desgraciadas que alimentan esa confusión, no perciben que quizá involuntariamente cooperan con el enemigo de nuestra salvación, al no recordar aquella sentencia divina: «pondré perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo.
Si se abandonan las numerosas devociones marianas, muestra del amor a Nuestra Señora, ¿cómo podremos los hombres, necesitados siempre de concretar nuestro amor con frases y con gestos, expresar el cariño, la gratitud, la veneración a la que con su fiat —hágase en mí según tu palabra— nos ha convertido en hermanos de Dios y herederos de su gloria? Si se debilita en el alma del cristiano el trato con María, se inicia un descamino que fácilmente conduce a la pérdida del amor de Dios.
Para fomentar el culto a la Virgen la Iglesia ha insistido en su importancia por todos los medios, y de manera muy especial a través de la liturgia. Pablo VI, en la Marialis cultus, considera la reforma de la liturgia romana y analiza cómo se ha incluido de manera más orgánica y con más unidad la presencia de la Virgen Santísima en el ciclo anual de los misterios de Cristo. El año litúrgico aparece jalonado de fiestas en honor a Santa María. El fundamento de este culto es la Maternidad divina de Nuestra Señora, origen de la plenitud de dones de naturaleza y de gracia con que la Trinidad Beatísima la ha adornado. Demostraría escasa formación cristiana —y muy poco amor de hijo— quien temiese que el culto a la Santísima Virgen pudiera disminuir la adoración que se debe a Dios. Nuestra Madre, modelo de humildad, cantó: «me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes aquel que es Todopoderoso, cuyo nombre es santo, y cuya misericordia se derrama de generación en generación para los que le temen».
En las fiestas de Nuestra Señora no escatimemos las muestras de cariño; levantemos con más frecuencia el corazón pidiéndole lo que necesitemos, agradeciéndole su solicitud maternal y constante, encomendándole las personas que estimamos. Pero, si pretendemos comportarnos como hijos, todos los días serán ocasión propicia de amor a María, como lo son todos los días para los que se quieren de verdad. El culto que la Iglesia universal rinde a la Santísima Virgen es una «prolongación y un incremento incesante de la que en todos los tiempos le ha tributado».
En Oriente y en Occidente, las más elevadas expresiones de piedad mañana se han dado en el ámbito de la liturgia, y entre ellas, lógicamente, destacan las que se refieren a la conmemoración de su Maternidad divina. Esta celebración nos lleva a considerar algunos de los misterios centrales de nuestra fe: a meditar en la Encarnación del Verbo, obra de las tres Personas de la Trinidad Santísima. María, Hija de Dios Padre, por la Encarnación del Señor en sus entrañas inmaculadas es Esposa de Dios Espíritu Santo y Madre de Dios Hijo.