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8 agosto 2025

La Pasión

MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz

Del diario de María Magdalena
María me ha pedido que le ayude a preparar la sala donde su hijo celebrará la Pascua dentro de dos días. Me lleva al lugar elegido y enseguida comenzamos a trabajar. Lo primero, limpiar el recinto, que es grande y agradable, pero necesitaba un buen repaso. Luego disponemos las jofainas para las purificaciones, las lámparas de aceite que darán luz a la estancia, los divanes, los manteles limpios y perfumados, las copas, las jarras para el vino y unos platos de colores recién salidos de las manos del alfarero que ha traído María.
Yo, como estoy muy contenta porque es la Pascua, no dejo de cantar ni un solo instante. En cambio, Ella...
-¿Qué te ocurre, Señora?
-No me llames así. Sabes que somos amigas.
-Amigas, sí; y además tengo tu mismo nombre; pero a la Madre de mi Señor no puedo llamarla de otra forma.
María entonces toma mis manos entre las suyas y las besa.
-¿Por qué haces eso?
-Hoy estas manos han trabajado en algo muy grande. Los manteles, los platos..., todo esto será sagrado. Pronto lo entenderás. Ahora vamos a hacer el pan. ¿Me ayudas?
Con la harina blanca recién molida, las manos de mi Señora han comenzado a amasar la primera hogaza. Sin levadura, como establece la ley de Moisés, el pan se elabora deprisa y se comerá deprisa porque es la Pascua. Es el paso del Señor.
Antes de meterlo en el horno, María vuelve a sorprenderme en un gesto insólito: con sus manos blancas de harina, levanta el pan en alto y lo besa muy despacio, con ternura de madre.
Luego me ha dicho:
-Bésalo tú también.
Sin preguntar nada, pongo mis labios en el pan.
-Jesús se encontrará estos besos cuando llegue.
-...Cuando llegue, ¿dónde?
María sonríe con ese gesto de niña traviesa que a veces le sale de dentro, pero no me explica el sentido de sus palabras.
-Lo entenderás muy pronto.

El Ángel
La luna llena de Pascua no bastó para dar una brizna de luz a la noche más negra de la Creación. En el pequeño huerto de Getsemaní, Dios mismo, encorvado y retorcido como un viejo olivo, se estremecía dominado por el pánico.
Jesús era un gusano, un pecador sin pecado, un mendigo moribundo acompañado por el Diablo. De los apóstoles, once dormían a pierna suelta; solo Judas estaba en vela.
Aquella tarde se había celebrado por primera vez la Eucaristía y había nacido el sacerdocio de la Nueva Alianza. Jesús había promulgado su mandamiento nuevo y lo ilustró lavando, como un esclavo, los 24 pies de los nuevos obispos de la Iglesia católica.
-Como yo os he amado, así debéis amaros los unos a los otros. Seréis los más humildes servidores de los demás.
Pero, en la noche de Getsemaní, el amor dio paso al odio, a la traición. Y Satanás, crecido, como en otro tiempo en el Edén, jugó su última partida:
-Es demasiado para un hombre solo. Para ser el nuevo Adán necesitarías apropiarte de todas las vilezas de la humanidad y cargar con ellas: serás el violador, el terrorista, el traficante de niños, el más degenerado de los hombres... Serás un ser repugnante. El pecado te aplastará.
Los ángeles del Cielo conteníamos el aliento. De la frente del Salvador brotaron unas gotas de sangre que empaparon la tierra. En ese momento recibí la orden de acudir en auxilio del Redentor.
Jesús, al fin, venció la batalla. Su sí puso en fuga al Diablo y yo pude volver con mi Dueña y Señora.
¿No lo he dicho?: soy el Ángel Custodio de la Reina de los Ángeles. Ella me encargó la misión de confortar a su Hijo.