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24 agosto 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
Son multitud los cristianos a quienes Dios no ha llamado a la predicación ni a la catequesis. Muy probablemente, muchos más de los que se figuran quienes piensan que todo bautizado debe cumplir una función en la parroquia. Ni siquiera estoy seguro (si se me permite esta osadía) de que nuestras parroquias sean el canal rector y necesario de la nueva evangelización, por el cual tenga que entrar en su totalidad la inmensa tarea pastoral de la Iglesia de Cristo. Conozco a gran cantidad de cristianos, hijos de Dios y de la Iglesia, que no se sienten llamados a participar en las actividades parroquiales, y confieso que esto no me enerva en absoluto; antes bien, me alegra inmensamente contemplar la libertad con que el Espíritu desborda todas las estructuras. Y, cada vez que una de estas almas, enamoradas como yo de Jesucristo y de su Iglesia, sintiendo arder en su pecho un fuego de amor que quiere abrasar la tierra, me pregunta cómo hacer o qué decir para anunciar el Evangelio, lo primero que hago es dar gracias a Dios. Se me antoja pensar que sería yo muy necio si mi única respuesta a esas ansias, alumbradas por Dios en las almas, fuera una invitación a impartir catequesis o a integrarse en un grupo parroquial. Creo que la llamada de Dios es mucho más amplia, afortunadamente, que nuestros planes pastorales. Fuera de nuestros locales, muchas almas se inflaman en el verdadero Amor, y anuncian a Jesucristo presente en su Iglesia de forma muy viva. Nuestro siglo está viendo surgir multitud de movimientos y asociaciones de seglares, fruto sin duda de la acción del Espíritu Santo, que no se sienten llamados a participar en los consejos pastorales de nuestras parroquias, y estos movimientos están siendo cauces maravillosos a través de los cuales Cristo está siendo amado fuertemente en nuestros días. Por eso, cuando me siento en el confesonario y desde esa atalaya contemplo un panorama tan vasto y tan hermoso, no siempre se me ocurre regalar una copia del plan pastoral del año en curso a todos los penitentes. Lo que sí puedo mostrar a cada alma que acude a mí con ansias de propagar el fuego que arde en su corazón es el rostro iluminado de la Magdalena.
Ya he dicho antes que ella no prepara ningún discurso ni imparte ninguna catequesis. Lo que María hace es algo tan humano y comprensible para todo hombre como abrir su corazón y dejar que se derrame la alegría que siente. No necesita estructurar una predicación porque ella habla de sí misma. Tras haber encontrado a Cristo, haberse sabido querida por Él y haberle amado con todas sus fuerzas, hablar de sí misma es hablar de Dios: «¡He visto al Señor!», es el mejor apostolado, porque se impone siempre como urgente para todo hombre que de verdad ame a Jesucristo. La fuerza de este anuncio no radica en un envío ni en una misión determinada: radica en la oración, en los sacramentos, en la vida interior que todos estamos llamados a tener como hijos de Dios y de la Iglesia. Y, así pronunciada, esa breve frase encierra y transmite más vida que muchas predicaciones alumbradas más bien entre los libros que ante el Sagrario, llenas quizá de ciencia, pero carentes de fuego y de amor vivo.
Trabajo en una parroquia y amo profundamente la labor parroquial. En esta tarea maravillosa se hace presente de un modo muy vivo el misterio de comunión que es la Iglesia. Doy gracias a Dios porque hay hombres y mujeres llenos de amor, que con una entrega en muchos casos heroica responden a su llamada en las tareas litúrgicas, caritativas y catequéticas de la parroquia. Pido al Señor de la mies que nunca nos falten esas almas. Pero no puedo evitar que surjan en mi interior dos sentimientos fuertes: por un lado, me llena de alegría contemplar que el número de personas que acuden a recibir los sacramentos con un corazón noble supera con creces el de los inscritos en nuestras actividades; por otro lado, me preocupo cuando veo que aquellos a quienes Dios ha llamado a trabajar en nuestros locales permanecen demasiado tiempo dentro de ellos. Tengo miedo de volver a las catacumbas, y no quisiera por nada del mundo recibir la visita de un carpintero dispuesto a reparar la puerta que Pedro hizo saltar por los aires el día de Pentecostés. Cuando atisbo la presencia de ese carpintero, cuyo rostro no se parece al de la Magdalena sino al de un funcionario de prisiones, siento unos deseos inmensos de gritar que el templo del cristiano seglar es la calle, y su mejor púlpito, el más eficaz y luminoso, capaz de llenar el mundo de la claridad de Cristo, es el rostro de los hijos de Dios mostrado sin reparos y sin velos.
Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu (2 Co 3, 18).