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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
Y nos hace dóciles a la acción del Espíritu Santo (1 de 3)
El cristiano está llamado a vivir la plenitud de su vocación bautismal. En el Bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. Por eso el Espíritu Santo inhabita en las almas en gracia y realiza su labor santificadora, con la colaboración de cada uno de nosotros, que ha de luchar para eliminar tantas bajas tendencias que se dan en nuestra alma y para que el corazón esté pendiente de la voz y del soplo del Espíritu. Esta ayuda nos la consigue nuestra Madre la Virgen: Ponte en coloquio con Santa María, y confíale: ¡oh, Señora!, para vivir el ideal que Dios ha metido en mi corazón, necesito volar... muy alto, ¡muy alto!
No basta despegarte, con la ayuda divina, de las cosas de este mundo, sabiendo que son tierra. Más incluso: aunque el universo entero lo coloques en un montón bajo tus pies, para estar más cerca del Cielo..., ¡no basta!
Necesitas volar, sin apoyarte en nada de aquí, pendiente de la voz y del soplo del Espíritu. —Pero, me dices, ¡mis alas están manchadas!: barro de años, sucio, pegadizo...
Y te he insistido: acude a la Virgen. Señora —repíteselo—: ¡que apenas logro remontar el vuelo!, ¡que la tierra me atrae como un imán maldito! —Señora, Tú puedes hacer que mi alma se lance al vuelo definitivo y glorioso, que tiene su fin en el Corazón de Dios.
—Confía, que Ella te escucha.
La Virgen María nos alcanza del Espíritu Santo el afán de santidad, el deseo de vivir en su plenitud la vida cristiana. Para alcanzar esa meta es necesaria la gracia divina y nuestra lucha interior, con el fin de remover los obstáculos que impiden la eficacia divina en nuestras almas. Un esfuerzo del que nos habla Jesús en tantos pasajes del Evangelio, y que ha sido vivido desde los comienzos del cristianismo, porque, como consecuencia del pecado original, «no es cosa cómoda ni tranquila confesar a Dios», dice San Jerónimo.
Ahora bien, esa lucha es alegre, porque se lleva a cabo por amor a Dios, y sabemos que, como afirma San Agustín, «nuestro combate se libra en la presencia de Aquel que nos mira y ayuda». A la vez, es imprescindible, porque «no pertenecen al Reino de los Cielos —dice San Clemente de Alejandría— los que duermen y viven dándose todos los gustos, sino los que mantienen la lucha contra sí mismos».
Siempre el principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima. Así lo escribí hace ya muchos años, en el prólogo a unos comentarios al santo rosario, y desde entonces he vuelto a comprobar muchas veces la verdad de esas palabras. No voy a hacer aquí muchos razonamientos, con el fin de glosar esa idea: os invito más bien a que hagáis la experiencia, a que lo descubráis por vosotros mismos, tratando amorosamente a María, abriéndole vuestro corazón, confiándole vuestras alegrías y vuestras penas, pidiéndole que os ayude a conocer y a seguir a Jesús.
La vida interior de un cristiano es tan vital, tan rica y variada, que no es posible encasillarla en esquemas; y en consecuencia lo mismo ocurre con la acción materna de la Virgen Santísima, que, como buena Madre, se anticipa en ocasiones, acude a nuestra ayuda de inmediato, y, cuando actuamos mal, remueve el alma para que se arrepienta. Santa María nos ama de un modo inimaginable a cada uno en concreto, conociendo todas nuestras características personales, y así nos ayuda a ser fieles a la acción santificadora del Paráclito. Por eso, las páginas que siguen son como campanadas marianas, con el deseo de que alguna de ellas vibre en el alma y el Espíritu Santo nos mueva a un propósito de mayor fidelidad.
Si el corazón está casi apagado, casi sin deseos de lucha, el amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza. La lejanía puede ser grande, pero jamás la Virgen desoye una súplica de un hijo que le pide la conversión. Me decías: «me veo, no sólo incapaz de ir adelante en el camino, sino incapaz de salvarme —¡pobre alma mía!—, sin un milagro de la gracia. Estoy frío y —peor— como indiferente: igual que si fuera un espectador de "mi caso", a quien nada importara lo que contempla. ¿Serán estériles estos días?
Y, sin embargo, mi Madre es mi Madre, y Jesús es —¿me atrevo?— ¡mi Jesús! Y hay almas santas, ahora mismo, pidiendo por mí».
—Sigue andando de la mano de tu Madre, te repliqué, y «atrévete» a decirle a Jesús que es tuyo. Por su bondad, El pondrá luces claras en tu alma.
Un enemigo de la santidad es el desánimo, por eso San Juan Crisòstomo alienta: «¡No desesperéis nunca! Os lo diré en todos mis discursos, en todas mis conversaciones; y si me hacéis caso, sanaréis». Y el mismo autor insiste: «Lo grave no es que quien lucha caiga, sino que permanezca en la caída; lo grave no es que uno sea herido en la guerra, sino que desespere después del golpe y no cure de la herida». A ti que te desmoralizas, te repetiré una cosa muy consoladora: al que hace lo que puede, Dios no le niega su gracia. Nuestro Señor es Padre, y si un hijo le dice en la quietud de su corazón: Padre mío del Cielo, aquí estoy yo, ayúdame... Si acude a la Madre de Dios, que es Madre nuestra, sale adelante.
Pero Dios es exigente. Pide amor de verdad; no quiere traidores. Hay que ser fieles a esa pelea sobrenatural, que es ser feliz en la tierra a fuerza de sacrificio.
Una y otra vez hay que animarse en esa decisión de ser santos, y ser tenaces en el esfuerzo, pues, como dice San Agustín: «si dices basta, has perecido. Avanza siempre, camina siempre, adelanta siempre; no te pares en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes. Se detiene el que no sigue; vuelve atrás el que rememora el punto de partida». Cuando seamos vencidos, no cabe el desánimo. Confía. —Vuelve. —Invoca a la Señora y serás fiel. Es lógico que cueste a veces ir a contracorriente: No puedes admirarte si sientes, en tu vida, aquel peso del que hablaba San Pablo: «veo que hay otra ley en mis miembros que es contraria a la ley de mi mente».
—Acuérdate entonces que eres de Cristo, y vete a la Madre de Dios, que es Madre tuya: no te abandonarán. El enemigo de nuestra santidad intenta convertir la derrota en una falta total de esperanza, como hizo con Judas: Otra caída... y ¡qué caída!... ¿Desesperarte? No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. —Un miserere y ¡arriba ese corazón! —A comenzar de nuevo.