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Federico Delclaux. I>Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
Y nos hace dóciles a la acción del Espíritu Santo (3 de 3)
La actitud de un cristiano ante la acción del Espíritu Santo en su alma es la de ser dócil a su acción santificadora, y así con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Esa docilidad nos la va consiguiendo Santa María. Hasta llegar al abandono hay un poquito de camino que recorrer. Si aún no lo has conseguido, no te preocupes: sigue esforzándote. Llegará el día en que no verás otro camino más que Él —Jesús—, su Madre Santísima, y los medios sobrenaturales que nos ha dejado el Maestro.
Hará la Virgen que tengamos un querer verdadero y consecuente —con propósitos concretos de fidelidad—, y nos alcanzará de la Santísima Trinidad, que inhabita en el alma en gracia, todas las virtudes. Dirígete a la Virgen —Madre, Hija, Esposa de Dios, Madre nuestra—, y pídele que te obtenga de la Trinidad Beatísima más gracias: la gracia de la fe, de la esperanza, del amor, de la contrición, para que, cuando en la vida parezca que sopla un viento fuerte, seco, capaz de agostar esas flores del alma, no agoste las tuyas..., ni las de tus hermanos.
La gran mayoría de los hombres hemos de luchar por alcanzar, en medio del mundo, la santidad que Dios nos pide; nuestro ejemplo es Cristo, con el cual debemos identificarnos. Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo.
No es posible glosar aquí la riqueza de este mensaje, pero podemos considerar algunos aspectos al contemplar cómo lo vivió nuestra Madre; al adentrarnos en la vida de María se van descubriendo no sólo los hechos importantes que le acontecieron, sino también lo más sencillo que le sucedió; al meditar su existencia se va alcanzando su tono, su espíritu, su aire.
Desde hace casi treinta años ha puesto Dios en mi corazón el ansia de hacer comprender a personas de cualquier estado, de cualquier condición u oficio, esta doctrina: que la vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios, que el Señor nos llama a santificar la tarea corriente, porque ahí está también la perfección cristiana. Considerémoslo una vez más, contemplando la vida de María.
No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!
Porque eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido. María, Nuestra Madre, es para nosotros ejemplo y camino. Hemos de procurar ser como Ella, en las circunstancias concretas en las que Dios ha querido que vivamos.
En primer lugar la Virgen Santísima nos enseña a descubrir —como Ella hizo— la voluntad de nuestro Padre Dios en los deberes ordinarios, y nos lleva a cumplirlos por El y para su gloria. «También en lo pequeño —dice San Jerónimo— se muestra la grandeza del alma. Por eso el alma que se entrega a Dios pone en las cosas pequeñas el mismo fervor que en las cosas grandes». Así vivieron los primeros cristianos, y San Juan Crisóstomo lo enseña con la sencillez de quien habla de lo que ve a su alrededor cuando dice: «Una mujer ocupada en la cocina o en coser una tela puede siempre levantar su pensamiento al cielo e invocar al Señor con fervor. Uno que va al mercado o viaja solo puede fácilmente rezar con atención. Otro que está en su bodega, ocupado en coser los pellejos de vino, está libre de levantar su ánimo al Maestro».
A Santa María hemos de rezarle para que nos ayude a vivir como hijos de Dios que buscan con alegría la plenitud de la vocación cristiana en la calle, en el hogar, en el trabajo, en el trato con los demás..., con una unidad de vida que consigue que luchemos por ser santos a través y mediante las realidades temporales. Ella nos enseñará a ejercitar todas las virtudes cristianas en el cumplimiento de nuestro deber. En esa tarea profesional vuestra, hecha cara a Dios, se pondrán en juego la fe, la esperanza y la caridad. Sus incidencias, las relaciones y problemas que trae consigo vuestra labor, alimentarán vuestra oración. El esfuerzo para sacar adelante la propia ocupación ordinaria, será ocasión de vivir esa Cruz que es esencial para el cristiano. La experiencia de vuestra debilidad, los fracasos que existen siempre en todo esfuerzo humano, os darán más realismo, más humildad, más comprensión con los demás. Los éxitos y las alegrías os invitarán a dar gracias, y a pensar que no vivís para vosotros mismos, sino para el servicio de los demás y de Dios.
Esto se alcanza acudiendo a nuestra Madre de modo continuo; amarla como la quería San Juan Damasceno: «Ella tiene cautivada mi alma; Ella me ha robado la lengua; en Ella pienso yo de día y de noche». Para la Virgen Santísima, cada hora que pasa, cada momento, es una ocasión en la que descubre un nuevo motivo para querer más y más a Dios y a toda la humanidad. Su amor fue siempre creciente, pujante, alcanzando unas cotas que no es posible imaginar. Y todo el fuego intenso de su alma, conseguido con esfuerzo y generosidad, se traslucía en sus obras bien hechas y en el ambiente que creaba a su alrededor.
Me gusta volver con la imaginación a aquellos años en los que Jesús permaneció junto a su Madre, que abarcan casi toda la vida de Nuestro Señor en este mundo. Verle pequeño, cuando María lo cuida y lo besa y lo entretiene. Verle crecer, ante los ojos enamorados de su Madre y de José, su padre en la tierra. Con cuánta ternura y con cuánta delicadeza María y el Santo Patriarca se preocuparían de Jesús durante su infancia y, en silencio, aprenderían mucho y constantemente de Él. Sus almas se irían haciendo al alma de aquel Hijo, Hombre y Dios. Por eso la Madre —y después de Ella, José— conoce como nadie los sentimientos del Corazón de Cristo, y los dos son el camino mejor, afirmaría que el único, para llegar al Salvador.