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6 julio 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

LA NUEVA PRESENCIA DE CRISTO
«Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17b).
... hasta que le haya introducido en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió (Ct 3, 4).
«La casa de mi madre»
Isaac había venido al desierto del pozo de Lajay Roí, pues habitaba en el país del Négueb. Una tarde había salido Isaac de paseo por el campo; al alzar la vista, vio que venían unos camellos. Rebeca a su vez alzó sus ojos y, viendo a Isaac, se apeó del camello, y dijo al criado: «¿Quién es aquel hombre que viene por el campo a nuestro encuentro?». El criado respondió: «Es mi señor». Entonces ella tomó el velo y se cubrió. El criado contó a Isaac todo lo que había hecho. Isaac introdujo a Rebeca en la tienda de su madre Sara, la tomó por mujer y la amó tanto que se consoló de la muerte de su madre (Gn 24, 62b-67).

La importancia del árbol genealógico en la Sagrada Escritura va mucho más allá del mero interés heráldico. Para el hebreo de la Biblia, ese árbol lo es todo. A través de sus raíces, el judío ha recibido cuanto le constituye como persona: su Dios, sus tradiciones, la Ley, su patria y sus amigos... El pueblo elegido es, ante todo, hijo, e hijo de Abraham. Cuando Dios se revela lo hace siempre a través de ese árbol, y por ello se presentará como el Dios de los padres; el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Cuando el hebreo hereda, esta herencia no es sólo la transmisión de unos bienes materiales: se hereda la fe, el carácter, las bendiciones y hasta las afrentas y maldiciones. Por eso, la mejor parte del lote del primogénito es la bendición paterna: en ella transmite el padre la predilección divina que recibió, a su vez, de manos de su progenitor. El árbol genealógico, fuertemente incrustado en Dios desde Abraham, es, en la Escritura, el cauce ordinario a través del cual se recibe, no sólo la vida, sino también la revelación del «Dios de nuestros padres». Por esta razón llamamos, con toda lógica, a la Palabra de Dios «testamento». El tesoro de la fe se transmite vigorosamente de padres a hijos, formando una cadena sagrada que enlaza al hombre, a través de sus ascendientes, con el Dios vivo.
El proceso de secularización que está sufriendo nuestra sociedad tiene muchísimo que ver con el debilitamiento y la ruptura frecuente de los vínculos familiares. Cuando los padres renuncian a transmitir la fe a sus hijos; cuando, en nombre de un falso respeto o un falso concepto de la libertad, les privan de aquellos puntos de referencia religiosos y morales que ellos mismos habían heredado, les condenan al desarraigo, al desamparo existencial más absoluto, y les sitúan a merced de fuerzas extrañas capaces de arrastrar, como el viento, cualquier rama que no esté fuertemente asida a su tronco de origen. La descalificación como «antiguo», «desfasado», o «trasnochado» de todo aquello que supone la tradición recibida es, sin duda alguna, una trampa mortal e interesada. Seres humanos proyectados exclusivamente hacia delante, presas de un vértigo estremecedor hacia un falso «progreso», pero carentes de raíces ancladas en un pasado de siglos, hombres que han renegado de su herencia o a quienes esta herencia se les ha negado en nombre de ese mismo «progreso», son árboles arrancados de cuajo, seres fácilmente manipulables que irán allá donde quieran quienes secretamente manejan los hilos ocultos de esta sucia historia. No es difícil descubrir, tras todo este juego de trampas, a Satanás. A las puertas del siglo xxi, el antiguo enemigo busca nuevos hijos rompiendo los lazos que vinculan a los niños con sus padres.
Nuestro Señor Jesucristo, apenado ante la contemplación del modo en que aquellos judíos habían despreciado la fe de Abraham para asirse a preceptos humanos, mantuvo con ellos un diálogo durísimo, que sólo desde este punto de mira desvela todo su calado:
«Ya sé que sois descendencia de Abraham; pero tratáis de matarme, porque mi Palabra no prende en vosotros. Yo hablo lo que he visto donde mi Padre; y vosotros hacéis lo que habéis oído donde vuestro padre.» Ellos le respondieron: «Nuestro padre es Abraham». Jesús les dice: «Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham. Pero tratáis de matarme, a mí que os he dicho la verdad que oí de Dios. Eso no lo hizo Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre». Ellos le dijeron: «Nosotros no hemos nacido de la prostitución; no tenemos más padre que a Dios». Jesús les respondió: «Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí, porque yo he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado. ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi Palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Éste era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 37-44).
Pero volvamos a Isaac; él es, fundamentalmente, el hijo de Abraham y Sara, el receptor y depositario de la predilección divina, y a la vez el encargado de transmitirla y hacer crecer aquel árbol maravilloso. Es el fuerte arraigo que su vida tiene en la de sus padres lo que le proporciona en cada momento la existencia y la orientación de la misma. Por eso, para él, la muerte de Sara no fue simplemente la desaparición de un ser tan querido como es la madre. Por encima de eso, constituía un debilitamiento profundo, al encontrarse, de la noche a la mañana, anclado en la muerte.
La introducción de Rebeca en la alcoba materna, allí donde él mismo fue dado a luz, era una nueva siembra de vida en sus propias raíces. «La amó tanto que se consoló de la muerte de su madre.» Aquella alcoba donde se hundían los cimientos de su existencia volvió a ser, de nuevo, un lugar lleno de luz y vida. De este modo recuperó Isaac su anclaje con el mundo y con Dios.
La Amada del Cantar va mucho más allá, y nos sitúa en el borde mismo de la revelación que Jesús resucitado hará a María Magdalena. El poema bíblico nos ha situado ante una realidad más fuerte aún que la misma muerte. La atracción profunda sentida hacia el Amado había arrancado de cuajo a esta mujer de lo que hasta entonces habían sido sus raíces. En ella se cumplió la palabra de Génesis: «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Gn 2, 24). Precipitada hacia delante, como en un vuelo, por la fuerza de un amor inmenso, cuanto guardaba para ella la carga vital más entrañable había perdido toda su significación, y, desgarrados todos los lazos que hasta entonces la sostenían, su vida se orientó hacia la fundación de un ámbito amoroso nuevo, fascinante, capaz de otorgar a su existencia un sentido más pleno, único, insospechado hasta entonces. Pero, al desaparecer el Amado, ella quedó sola y desamparada, con sus raíces al aire. La reaparición ante sus ojos del ser querido supone la puerta abierta a la esperanza. Y ahora, al querer llevarlo a la alcoba de su madre, el anhelo que la mueve es el de llenar de un gozo nuevo todas sus raíces. Quiere ser concebida de nuevo, criada de nuevo, de nuevo amamantada y ayudada a crecer. La carga de sentido de esta revelación es fascinante, y sólo en esta mañana de domingo, en el cruce de miradas y palabras entre María Magdalena y Jesús resucitado, brilla con toda su fuerza transformadora. La Amada no quiere volver con su madre: pudo hacerlo aquella noche, y, en cambio, atravesó las puertas de la ciudad. Ahora, encadenada al Amado, sólo desea volver atrás para llenar todos sus antiguos lazos con una savia nueva y vivificante: quiere ser hija, hermana, y ciudadana, pero de un modo nuevo, de una manera que sólo en relación con aquel ser amado puede instaurar.
No sigamos más allá. Detenidos al borde de este acantilado sublime, miremos a lo lejos y dejemos que los protagonistas de la mañana, María y Jesús, el alma y su Señor, la Iglesia y Cristo, hagan llegar hasta nosotros, como el sonido de las olas, los ecos de una existencia divina y sobrecogedora que acaba de abrirse para nosotros como una puerta de gloria.