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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
DEJAOS PERSUADIR, RECTORES TODOS DE LA TIERRA
La humildad, dice Santa Teresa, es andar en verdad, y esto es precisamente lo que buscamos. Ya que la hemos encontrado, vamos a hacerla nuestra.
Nos cuenta San Lucas que en una ciudad había un hombre que tenía dos hijos; los dos se dedicaban a trabajar en la finca de su padre. Trabajo que a uno de ellos le cansaba, porque tenía ansias de conocer mundo, de salir fuera de la tutela paterna y ganarse la vida solo. Por eso se presenta ante su padre para pedirle lo que le corresponde de la herencia, y se marcha de allí.
El padre, todos los días, sale al camino a buscar a su hijo perdido, siente dolor en el corazón y éste le dice que algún día volverá.
El hijo pierde su fortuna en placeres y diversiones y llega un momento en que no tiene qué comer; siente hambre. La única solución que encuentra es ir a cuidar ganado. Y mientras se ocupa en ello, el hambre le hace sentir envidia de aquellos animales que tienen bellotas para alimentarse. Pero el hijo pródigo rio se queda en esta situación, recuerda y piensa en la casa de su padre. En su interior va trazando un plan a seguir, en el que la humildad lleva las riendas. Iré, me pondré delante de mi padre y le suplicaré que me dé alojamiento y comida junto al último de sus criados: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti».
Su reacción podía haber sido otra, exigir algún derecho o presentarse ante su padre sin humildad.
Esa debe ser nuestra actitud ante Dios para recibir la gracia que abre la inteligencia al conocimiento de la Verdad. Suplicar que llegue esa gracia y, para ello, romper con un pasado o con pensamientos actuales que todavía insisten en quedarse en nosotros. Al pequeño ídolo fabricado por nosotros y que impide el paso a Dios, hay que destronarlo. A imitación del hijo pródigo, tenemos que desandar el terreno que nos separa de Dios. Aquel espacio que va del yo, de lo que es uno, a lo que es Dios. El corazón engendra pensamientos de perdón aunque, cuando llegue el momento de enfrentarnos con Dios, no nos atrevamos ni a levantar la cabeza porque la vergüenza nos llene.
El hijo pródigo vuelve a la casa de su padre, se acerca lentamente pensando en lo que va a decir; seguro que tuvo dudas, momentos de vacilación, desconocía cómo le iban a recibir: ¡qué difícil le resulta a un corazón herido explicar!
Experimentamos esa misma sensación, el orgullo herido surge una y otra vez, y las tentaciones en ese camino de vuelta son más fuertes, y las imágenes que se nos presentan son tan vivas que puede caber la desesperanza.
A lo lejos el padre divisa la silueta del hijo y corre hacia él. Un corazón de padre no necesita explicaciones, sólo desea tener al hijo amado entre sus brazos.
El padre dijo a sus criados: «Pronto, traed la túnica más rica y vestírsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies y traed un becerro bien cebado y matadle; comamos y bebamos, porque éste es mi hijo que había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta».
Junto al corazón de Cristo hemos vuelto a encontrar el amor, la gracia nos invade y nos encontramos convertidos en «otro hombre». «Revestíos del hombre nuevo», nos dice San Pablo. La humildad nos ha servido para reconocer el error, para romper con aquella vida alejada de Dios.
El hijo pródigo, junto a su padre, escucha las cosas que le explica, la situación actual de la casa que abandonó. No conoce las nuevas costumbres no sabe lo que ha sucedido mientras que él estaba fuera. Sigue con atención todo lo que su padre tiene que decirle.
Esa actitud humilde pide Dios a los que han entendido la verdad. Que sepan escuchar, que antes de volver a opinar, que antes de abandonar la casa del padre otra vez, se dejen formar.
«Dejaos instruir los que juzgáis la tierra». «Instrúyeme, ¡oh Yahvé!, en el camino de tus mandatos, para que los guarde hasta el fin». Si nos dejamos formar, la gracia nos irá moldeando, porque ¿cómo puede conocer el color y la forma de las cosas un ciego de nacimiento que ha abierto los ojos por primera vez? Sabe, porque se lo han dicho, que existen las rosas y el cielo y los pájaros. Pero tiene que preguntar, le tienen que guiar para que coloque el nombre a cada cosa: ¿es esto un pájaro?, ¿es esto una flor?
Es esta una disposición humilde que va a suponer un constante esfuerzo al nuevo vidente. Qué raro resultaría que por no dejarse conducir llamara a la rosa pájaro. No tendría sentido. Al limpiar el entendimiento y el corazón de nuestras «cosas», permitimos que, en el mismo lugar, se vayan imprimiendo los rasgos de Cristo.