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27 julio 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados (Rm 8, 14-17).
La expresión «hijos adoptivos», que tanto gusta a San Pablo, debe ser entendida en lo que de gracia tiene el hecho de la adopción. Implica rescate, redención, salida de la pobreza y de la orfandad por la gracia de un amor. Sin embargo, la adopción con la que el alma del cristiano ha sido privilegiada excede con mucho el ámbito de la adopción humana: ésta es una mera ficción legal, mediante la cual se crean lazos jurídicos. Ningún juez puede crear vínculos de auténtica paternidad. Sin embargo, la gracia cristiana de la adopción conlleva también la del nuevo nacimiento, por el cual somos realmente hijos de Dios, nacidos de su Espíritu, unidos a El por lazos más fuertes que los de la sangre.
Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamamos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1 Jn 3, 1).
Si el hombre que tiene ante sí María de Magdala es verdaderamente el mismo Jesús de Nazaret que días antes fue crucificado a pocos metros de allí -¡y lo es!- y que ahora se presenta resucitado, heredero de una eternidad que reparte a manos llenas entre los suyos, entonces la propia María, los apóstoles, y cualquier alma que, habiendo recibido el Bautismo, se halla en gracia de Dios, ha nacido de nuevo, ha recibido el Espíritu de Jesús y es otro Cristo, y por lo tanto puede llamar a Dios Abbá, «papá», y a Jesús «hermano». De la noche a la mañana, de aquella noche a esta mañana, hemos pasado a ser niños recién nacidos.
Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación (1 Pe 2, 2).
Aquellas palabras que Nicodemo no pudo entender se presentan ahora ante nosotros con una claridad meridiana, gozosa, triunfante:
«En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios.» Dícele Nicodemo: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?». Respondió Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 3-5).
Si de nuevo nos detenemos aquí, y clavamos la mirada en este horizonte nuevo, habremos de vislumbrar realidades sublimes: el nuevo nacimiento por el que ahora vivimos conlleva también una muerte de quien antes éramos: pero no quiero apresurarme. El mismo horizonte se acercará a nosotros, y él nos desvelará sus secretos, porque, en esta mañana, ni los sueños más felices aciertan a recontar las maravillas de Dios con nosotros.
El cuerpo me pide multiplicar las citas. Serían numerosísimas, y no creo que llegara a cansarme. Tengo la impresión de que la primera víctima del asombro ante este misterio es la propia Escritura. Pero temo que mi propia precipitación entorpezca el aire sosegado de esta mañana. Baste con decir, por ahora, que, si hemos vuelto a nacer, si hemos vuelto a ser hijos e Hijos de Dios, si hemos vuelto a ser hermanos en la alcoba de la madre de María, ahora hemos de buscar otros pechos, otros brazos, otro alimento y otras caricias capaces de hacernos crecer como lo que ya somos: otros Cristos. Y esos pechos, esos brazos, ese alimento y esas caricias no nos serán negados.