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MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz
Del diario de Caifás
Ha llegado el momento de acabar con el Galileo. Ayer vino a verme uno de sus discípulos, un tal Judas, que al parecer está dispuesto a entregárnoslo. Me dijo que durante un tiempo estuvo convencido de que Jesús era el Cristo, pero que había perdido la fe en él. Ahora piensa que el nazareno es solo un charlatán.
Siempre me ha repugnado negociar con traidores, y Judas hiede, apesta a traición y a mentira. Soy el Sumo Sacerdote de Israel y no sé cómo pude aguantar tanta mezquindad. Le escuché un largo rato y contuve mis deseos de arrestarle a él por falsario antes incluso que a su maestro.
No, Jesús no es un charlatán; quizá es algo peor. Llegan noticias de todo Israel que hablan de ciegos que recobran la vista, de leprosos curados, de espíritus malignos que se le someten. Dijeron incluso que en Nain un joven volvió a la vida por su palabra. No quise creérmelo, pero ahora la locura ha llegado a las puertas de Jerusalén. Ya sabéis: Lázaro. Todo el mundo habla de ese Lázaro de Letanía, del poderoso Lázaro, del
amigo de los pobres y de los ricos, del que murió y fue enterrado con gran solemnidad. Yo mismo vi su cadáver embalsamado en lo más hondo del sepulcro.
Cuando me hablaron de resurrección, he hecho lo único razonable: negarla. Lázaro está en la tumba. Tiene que estar allí, porque, si de verdad hubiese vuelto a la vida, todos estaríamos perdidos y no quiero plantearme esa posibilidad.
Incluso Nicodemo parece contagiado por la locura de ese hombre. Ayer mismo me dijo que estuvo con él una noche y que nadie había hablado como Jesús. Propone que le escuchemos sin hacer juicios precipitados.
-Puede ser el Mesías -añadió-, el heredero del trono de David. Al fin y al cabo, un día tendrá que llegar. ¿Por qué no ahora?
Me irritó la estupidez del anciano. Creo que le grité:
-¡Porque no! Porque en Galilea no hay profetas; porque no cumple la ley; porque desprecia el sábado; porque subleva a la plebe contra sus autoridades; porque, si lo reconociéramos como rey, los romanos nos aplastarían y destruirían el Templo, el culto, todo. Quizá es eso lo que pretende el galileo.
-¿Y si a pesar de todo es el que esperamos?
Era solo una pregunta retórica. Nicodemo me miró con tristeza e hizo ademán de retirarse. Entonces yo añadí:
-Hace unos días tu amigo el nazareno contó una parábola de esas que tanto le gustan. Hablaba de unos viñadores
arrendatarios de una viña que matan al hijo del dueño para quedársela en propiedad. Había allí un buen grupo de escribas y doctores de la ley y, al terminar, les señaló con el dedo y les acusó de ser ellos como esos asesinos. Les amenazó con quitarles el Reino de Dios y entregarlo a otro pueblo que dé más fruto. ¡A otro pueblo! ¿Comprendes, Nicodemo? El supuesto Mesías de Israel pretende arrebatarnos nuestro patrimonio más valioso y regalarlo a los gentiles.
Acababa de salir Nicodemo cuando se presentaron algunos empleados del Templo para decirme que Lázaro vive y ha celebrado un banquete en Betania con la presencia del Galileo.
-Bien. Daremos treinta monedas al canalla de Judas para que nos entregue a su Mesías y poder juzgarlo según nuestra ley. De todas formas, nadie debe saberlo. Negaré haber negociado con esa basura.
-¿Y Lázaro?
-Detenedlo también. Lo lapidaremos como a un ladrón vulgar. Así morirá dos veces y ya veréis cómo no se le ocurre resucitar sin permiso del Sumo Sacerdote.