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20 julio 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
Los dedos de Jesús de Nazaret, que está despertando a María de un sueño terrible, esos dedos que ahora van de ventana en ventana, se acercan de nuevo a una cortina hasta entonces cerrada, cerrada quizá desde siempre -¡quién lo sabe!-, y, con la agilidad del pájaro del alba, la deslizan suavemente y un nuevo torrente de luz, ya muy superior a lo que el hombre pudo jamás soñar, baña en su claridad el alma de aquella mujer aturdida: «mis hermanos»... «mi Padre y vuestro Padre»... No son palabras dichas en la agonía del alma, ni destellos refulgentes de amor alumbrados en la noche más oscura, como fueron aquellas frases de la Cena... No hacen estremecer como se estremece el alma en la oscuridad cuando el fuego del amor la cobija y a la vez la abrasa; así sucedió entonces, en aquella noche tan lejana y tan próxima... Ahora son palabras alegres, serenas, llenas de un gozo nuevo, libres de temor y sin más urgencia que la que impone el júbilo desbordante.
Y así, las primicias de los frutos de la Pasión fueron recibidas en el alma de una mujer de Magdala que ya era la Iglesia. Si ese Jesús que María tiene ante sí llama a sus apóstoles y a ella misma «hermanos», y lo hace con toda la veracidad que impone su cuerpo glorioso y su mirada triunfante; si ese Jesús radiante de gloria nos dice, como quien lleno de alegría estrena un título nuevo y recién obtenido, que su Padre es nuestro Padre y que, en consecuencia, somos hijos de Dios como Él y hermanos suyos, es que realmente hemos vuelto a nacer. No se trata de una parábola, ni de un poema, ni de una alegoría: hemos vuelto a nacer, volvemos a ser hijos y hermanos de un modo nuevo.
Pero a cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor camal, ni de amor humano, sino de Dios (Jn 1, 12-13).
La trascendencia de esta revelación de Jesús resucitado sería bastante para mantenernos en el asombro durante toda nuestra vida. La revolución que instaura en la condición humana del alma en gracia es de tal calibre, que su mera contemplación se me antoja abrumadora. La carta a los Hebreos es testigo fiel del escalofrío que recorre desde entonces el cuerpo de la Iglesia, recién nacido esta mañana:
Pues tanto el santificador como los santificados tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarles «hermanos» cuando dice: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la asamblea te cantaré himnos». Y también: «Pondré en él mi confianza». Y nuevamente: «Henos aquí, a mí y a los hijos que Dios me dio» (Hb 2, 11-13).
Explicar en todo su calado el misterio de la filiación divina es imposible: se trata de un pozo sin fondo. Sin embargo, su novedad máxima, como toda la novedad de la obra redentora, estaba anunciada, de forma tímida, como siempre, pero sumamente clara bajo la luz de esta mañana. Junto con el «no me toques» de un Jesús escurridizo, había de instaurarse una nueva forma de presencia, distinta de la física. Y esa nueva forma de presencia, tan original y disparatada como el Amor mismo, ya había sido prevista:
Cuando hubieron pasado, dijo Elías a Elíseo: «Pídeme lo que quieras que haga por ti antes de ser arrebatado de tu lado». Dijo Elíseo: «Que tenga dos partes de tu espíritu». Le dijo: «Pides una cosa difícil; si alcanzas a verme cuando sea llevado de tu lado, lo tendrás; si no, no lo tendrás». Iban caminando mientras hablaban, cuando un carro de fuego con caballos de fuego se interpuso entre ellos; y Elías subió al cielo en el torbellino. Elíseo le veía y clamaba: «¡Padre mío, padre mío! ¡Carro y caballos de Israel! ¡Auriga suyo!». Y no le vio más. Asió sus vestidos y los desgarró en dos. Tomó el manto que se le había caído a Elías y se volvió, parándose en la orilla del Jordán. Tomó el manto de Elías y golpeó las aguas diciendo: «¿Dónde está Yahweh, el Dios de Elías?». Golpeó las aguas, que se dividieron de un lado y de otro, y pasó Elíseo. Habiéndole visto la comunidad de los profetas que estaban enfrente, dijeron: «El espíritu de Elías reposa sobre Elíseo» (2 R 2, 9-15).
Tras una brevísima visión corporal, Elías desaparece definitivamente de la vista de Eliseo. Pero, una vez finalizada esta relación visual, todo ha cambiado. Se ha establecido una relación nueva entre ambos, mucho más cercana que la física, porque ahora Elías vive en su discípulo. Al recibir éste su espíritu, se ha convertido en su maestro. De alguna manera, y no metafórica aunque, en este caso, sí figurativa, ahora Eliseo es Elías. Repito que se trata de un relato misterioso, en el que lo histórico y lo figurativo se unen tan armónicamente como siempre lo hacen en la Escritura. Pero, leído ahora, este relato nos desvela, como un prisma, el torrente de luz que acaba de hacer su entrada en la alcoba materna de María Magdalena.