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18 julio 2025

La Pasión

MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz
El borrico
Estaba yo tan contento en el establo. A mi madre le sorprendió que no protestara, como suelo hacerlo, cuando
el amo llegó de madrugada para desatar a los demás borricos y sacarlos al campo.
-Aún eres muy joven, Canelo -solía decirme mientras me acariciaba el lomo con sus manazas ásperas y agrietadas.
Pero aquella mañana, no. Como digo, estaba feliz y me quedé inmóvil con los ojos cerrados para hacerme el dormido. Yo sabía ya que estaba a punto de estrenarme como borrico de carga, y sabía también que tendría otro dueño.
¿Que cómo lo sabía? Por el Angel, naturalmente. Me lo había contado todo la noche anterior:
-Duerme bien, borrico, que mañana serás el trono de Jesús en Jerusalén.
Si el Angel hubiese sabido algo de psicología asnal, no me habría dado la noticia así. No pegué ojo en toda la noche. Ni siquiera los lametones de mi madre consiguieron hacerme conciliar el sueño. Sin embargo no me importó gran cosa: cuando se marcharon todos, me puse en pie, estiré las patas para desperezarme y aguardé a que llegaran los visitantes.
Eran dos. El más alto lucía una barba rojiza, recia como las crines de un caballo alazán. El otro, moreno como yo mismo, fue el que comenzó a desatarme sin decir palabra.
-¿Por qué desatáis al borrico?
Me sobresalté al oír la voz de mi amo.
-El Señor lo necesita -respondió uno de ellos.
El sol estaba ya en lo alto cuando salimos hacia Betania. Jesús me recibió sonriente y, cuando empezaron a vestirme con mantas de colores como si fuéramos de boda, me agarró suavemente de las orejas y me dijo al oído:
-Tienes dos buenas antenas, borrico. Mantenías bien erguidas para que escuchen solo mi voz.
Mientras subíamos hacia Jerusalén, el sendero se llenó de canciones y de flores blancas, rojas y violeta. Los niños gritaban de entusiasmo y las mujeres alfombraron el camino para recibir al Rey. Los apóstoles estaban felices. Algunos también cantaban y yo me puse tan contento que rebuzné un poco a destiempo, levanté la cabeza demasiado, dejé de mirar por dónde pisaba y tropecé en la rama de un árbol caído.
Yo creo que fue un milagro, aunque nadie se diera cuenta. Por un momento troté como volando, sin tocar el suelo, y el Señor evitó la catástrofe. Jesús entonces me habló de nuevo al oído:
-No te entusiasmes tanto, que la música y las flores no son por ti. Confórmate con ser mi trono un día. Los que hoy me vitorean mañana pedirán mi muerte. Tú sé fiel y también estarás conmigo en el Paraíso.
No sé de qué os extrañáis; el Salmo 35 dice que Dios salvará a los hombres y a los borricos.

Y no sucedió nada
Esta mañana por un momento pensé que el Maestro estaba dispuesto a dar la batalla definitiva para hacerse coronar rey.
No se hablaba de otra cosa en Jerusalén: Lázaro había resucitado al grito de Jesús. El relato de lo acontecido en Betania iba de boca en boca y ya nadie tenía la menor duda de que el Mesías estaba a punto de entrar en la Ciudad santa.
Solo Caifas, el muy cobarde, tenía miedo. Pensaba que, si las autoridades religiosas reconocían al Cristo, los romanos tomarían represalias, acabarían con la revuelta y destruirían el Templo. Por eso quería acabar con Jesús. «Es mejor que muera un hombre en lugar de todo el pueblo», había dicho en el Sanedrín; pero lo cierto es que tenía horror a la lucha, a perder sus privilegios. ¡Pobre Caifás!
Y, en medio de todo, cuando el ambiente estaba más caldeado, Jesús nos dijo que quería entrar en la Ciudad no a pie, como en otras ocasiones; tampoco a caballo, que sería una arrogancia innecesaria, sino sobre un borrico, como rey de paz.
-Maestro -le dije-, me parece una medida brillante y muy adecuada. Así nadie podrá acusarte de provocador. El pueblo estará con nosotros. Yo mismo me encargaré de mover a la plebe.
Jesús me miró en silencio. No sé lo que había en su mirada. ¿Tristeza? Nunca le entenderé del todo.
El sol estaba en lo alto cuando entramos en Jerusalén. ¡Qué alboroto! Fue aún mejor de lo que yo preveía. Cantaban los niños y las mujeres. Los hombres gritaban de entusiasmo y apretaban los puños a la espera de una orden, al menos de un gesto del nuevo rey de Israel.
Los sacerdotes se refugiaron, temerosos, en el Templo sin atreverse a abrir la boca. Todo estaba a punto para dar el paso definitivo. Y entonces ocurrió algo extraordinario.
Ocurrió..., que no ocurrió nada. El Maestro predicó un buen rato y, al caer la tarde, decidió que regresábamos a Betania.
¿Qué pretende Jesús? ¿Acaso quiere que lo maten? No lo entenderé nunca.
Acabo de enviar un mensaje a Caifás. Quiero negociar con él... Hablaremos mañana.