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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
Santa María nos enseña a vivir como hijos de Dios (1 de 2)
Al ser el misterio trinitario una verdad esencial en el catolicismo, en la lucha por alcanzar la santidad ha de ir creciendo en nosotros el trato familiar con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!
Quizá esto pueda parecer difícil, pero no lo es, porque Santa María es el camino que nos lleva a la Santísima Trinidad: Trata a las tres Personas, a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Y para llegar a la Trinidad Beatísima, pasa por María".
El trato íntimo con la Trinidad que inhabita en el alma del cristiano en gracia lo aviva la Virgen. Pues, por una parte, Ella está íntimamente vinculada a Dios Uno y Trino: La Trinidad Santísima dispuso que el Verbo bajara a la tierra, para redimirnos del pecado y restituirnos la condición sobrenatural de hijos de Dios; y para que viéramos a Dios en carne como la nuestra, para que admirásemos la demostración palpable, tangible, de que todos hemos sido llamados a ser «partícipes de la naturaleza divina». Y este «endiosamiento», que la gracia nos confiere, es ahora consecuencia de que el Verbo ha asumido la naturaleza humana, en las purísimas entrañas de Santa María. Nuestra Señora, por tanto, no puede desaparecer nunca del horizonte concreto, diario, del cristiano.
Además, por ser nuestra Madre, se deriva que es mediadora de todas las gracias. Así lo explica el Concilio Vaticano II: «Esta Maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que prestó fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la Cruz, hasta la definitiva consumación de todos los elegidos. Después de su Asunción a los cielos, no abandonó esta función de salvación, sino que por su intercesión múltiple continúa obteniéndonos los dones de la salud eterna. Con su caridad maternal cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y que se debaten entre peligros y angustias, hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual ha de entenderse, sin embargo, de tal manera que en nada disminuya ni en nada aumente la dignidad y la eficacia de Cristo, el único Mediador».
Mediante el Bautismo el cristiano se une de tal modo a Jesucristo que su existencia queda transformada radicalmente y, por Cristo, somos hijos de Dios. Con gran fuerza dice San Juan: «Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos. Por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoce a El. Carísimos, ahora somos hijos de Dios». Esta es la dichosa verdad: somos domestici Dei, familia de Dios. Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus, fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad. Y así se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios, liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo, que los ha reconciliado con Dios.
En esta dicha inmensa de ser hijos de Dios, la Santísima Virgen ha tenido un papel capital:
¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —«fiat»— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. —¡Bendita seas!. Al hacernos hermanos de Dios Hijo, nos ha conseguido la filiación divina, porque Cristo nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres. La vida, desde lo más profundo del hombre, cobra una luz nueva.