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Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004
Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine
Comulgar dignamente
Más aún, la Eucaristía, precisamente porque es manifestación y comunicación de amor, exige, en quienes quieren recibir el cuerpo y la sangre del Señor, una clara disposición de unión a Jesús por la gracia.
«¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida?
»—Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle».
La calidad y la delicadeza de esa preparación depende, como ya os recordaba antes, de la finura y profundidad interior de la persona, particularmente de su fe y de su amor a Jesús sacramentado. «Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos...
»—Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma».
Naturalmente, no hay que esperar a ser perfectos —estaríamos siempre esperando— para recibir sacramentalmente al Señor, ni hay que dejar de asistir a Misa porque falte sentimiento o porque a veces vengan distracciones. «Comulga. —No es falta de respeto. —Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo.
»—¿Olvidas que dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos?».
Menos aún hay que dejar de recibir la Santa Comunión, porque la frecuencia en la recepción de este Sacramento parezca que no produce en nosotros el efecto que cabría esperar de la generosidad divina. «¡Cuántos años comulgando a diario! —Otro sería santo —me has dicho—, y yo ¡siempre igual!
»—Hijo —te he respondido—, sigue con la diaria Comunión, y piensa: ¿qué sería yo, si no hubiera comulgado?».
Más bien el cristiano debe razonar con el pensamiento de que esa frecuencia, ya antigua en la Iglesia, es signo de un enamoramiento auténtico, que las propias miserias no pueden apagar.
«Alma de apóstol: esa intimidad de Jesús contigo, ¡tan cerca de Él, tantos años!, ¿no te dice nada?».
Cuando asomen esos falaces argumentos, u otros semejantes, es el momento de asumir, más que nunca, con agradecimiento y confianza en Jesús, la actitud del centurión, que repetimos en la Santa Misa: «Domine, non sum dignus!». No cabe olvidar que, ante la majestad y la perfección de Cristo, Dios y Hombre, nosotros somos pordioseros que nada poseen, que estamos manchados con la lepra de la soberbia, que no siempre vemos la mano de Dios en lo que nos sucede y que, en otras ocasiones, nos quedamos paralizados ante su Voluntad. Pero todo esto no justifica la actitud de retraernos; nos ha de conducir, en cambio, a repetir muchas veces, siguiendo el ejemplo de nuestro Padre: «yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción...»