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3 junio 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

PIDEME
La oración (1 de 2)
Ya en el Antiguo Testamento encontramos esa oración hecha vida en Abraham y en aquellos hombres que habían puesto su esperanza en que llegaría el Salvador. Y mientras tanto, su vida se desarrolla en la presencia de Dios, que adopta figuras humanas y provoca situaciones para probar y ayudar la fidelidad de los justos.
Abraham era un hombre justo.
Comienza el Génesis diciendo que hacía calor y que mediaba la tarde. Un momento nada propicio para que, físicamente, aquel Patriarca se encontrara ocupado en otra cosa que no fuera su propia fatiga. Después de una mañana de trabajo, se impone el descanso; un tiempo dedicado a nosotros para reponer fuerzas y poder volver a la lucha.
Sin embargo, aquí y en este momento no es así. Hay un Patriarca, Abraham, que sabe llevar su descanso a Dios.
Sale a la puerta de su tienda, con el corazón puesto en El. Parece que éste le avisa de que quizá pueda pasar por allí el Señor. Es sólo un momento; si no está vigilante, puede perder el paso de Dios.
Descubre entonces, a lo lejos, que se acercan tres varones. Por lo que nos dice la Escritura, son tres varones que no se diferencian en nada. Se acercan paseando y hablan entre sí. Parece que no reparan en Abraham, no cruzan con él ni siquiera unas palabras de saludo. Pero el corazón de Abraham, que vigila, sabe que uno de ellos es el mismo Dios. No nos explica si lo descubrió por la mirada o por su porte. Solamente nos dice que es El.
Es indudable que el amor no necesita grandes definiciones. El que lo siente de verdad, descubre a la persona amada, intuye cuándo la va a encontrar.
Sabemos también nosotros dónde encontrar a Cristo y tenemos la maravillosa oportunidad de entablar un diálogo con El cuando queramos. Cristo está en el interior de nuestro corazón. El principio de nuestra oración consiste en olvidarnos de lo que nos rodea, para introducirnos de verdad en El. A veces, pensamos que no está porque no hemos puesto de nuestra parte todo lo necesario y creemos que un pequeño esfuerzo que ocupa sólo la mitad de nuestro pensamiento es suficiente para dialogar con El.
Ya hemos repetido hasta la saciedad que, si entre nosotros, el amor es exigente porque acapara por completo la atención y el tiempo, Dios es un amante aún más celoso, que no desea compartir el pensamiento con otras cosas, y mucho menos el corazón.
«Abraham corre presuroso hacia aquellos tres hombres y, sin preguntarles quiénes son —ya se lo ha dicho el corazón—, se postra a sus pies y les pide que no pasen de largo, que se detengan en su casa».
Es un acto de adoración rendida que satisface al más exigente de los que aman. ¿Es esta nuestra postura al hacer oración ?
Por lo menos lo vamos a intentar. A veces, la compostura externa y el lugar que elegimos para orar pueden ayudarnos a retener a Dios. Es diferente intentarlo en nuestra casa, rodeados de gente y con ese bullicio propio de un hogar en el que se vive, que hacer el esfuerzo de ir a una iglesia, a un lugar recogido, muy cerca del sagrario, donde no nos importune nada ni nadie. Esto puede ser para nosotros correr presurosos al encuentro de Cristo. Cuando ya tengamos adquirido el hábito de oración, resulta fácil llegar a hacerla incluso en cualquier medio de locomoción, antes de llegar al trabajo.
Lo importante, ahora, es detener a Cristo, procurar que no pase de largo, que se quede con nosotros durante el tiempo que le vamos a dedicar.
Como Abraham, tenemos esa prisa de acapararlo, y en esa carrera de nuestro pensamiento, que se queda parado en Cristo, realizamos un acto de adoración, ofreciéndole nuestra voluntad debilitada para que la fortalezca, y el corazón para que permanezca siempre limpio.
«Traeré agua para lavar vuestros pies, descansaréis a la sombra del árbol, os daré de comer, dice Abraham, atropelladamente». Yahvé atiende a la petición y se queda.
Ya estamos en presencia de Dios. Por nuestra parte se ha realizado ese pequeño esfuerzo de vigilar y desear encontrar a Cristo. Y Dios, que no necesita más, entra en nuestro corazón, dispuesto a dar y a escuchar lo que cada uno queramos decirle.
¿Qué le diría Abraham? No utilizó palabras, acompañó silenciosamente a aquel varón hasta su casa. Ha conseguido detener al Padre, ha conseguido, nada más y nada menos, que hacerle variar el rumbo. Dios se hospeda en su casa. El gozo de Abraham es indecible.
Tampoco nosotros queremos hablar. Nuestro deseo es el de acompañarle y demostrarle que le amamos.