-
Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
«NO ME TOQUES»
Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre» (Jn 20, 17a).
Le aprehendí y no le soltaré (Ct 3, 4b).
El abrazo de la Amada
Presa de un impulso incontenible, la Amada ha extendido sus brazos y ha capturado al amor de su alma. El estallido de sentimientos que ahora la abruma en una jubilosa confusión es indescifrable. Por encima de todo, no quiere dejarle escapar nunca más. Si ella pudiera, ataría sus brazos con cadenas a la cintura del Amado, y, tras cerrarlas con siete candados, arrojaría las llaves a lo más profundo del mar. Si ella pudiera, renunciaría al sueño de por vida y se mantendría en vela para siempre, sin apartar los ojos ni por un instante de la faz de su dueño. Si ella pudiera, se ceñiría como una diadema a sus cabellos y le acompañaría allá donde fuera, hecha uno con él. Por encima de todo, no quiere volver a perderle, no quiere volver a estar sola. Y ha aprendido que, sin él, todo es soledad.
No quiere pensar en que habrá de alejarse de nuevo; en que unos brazos de carne no pueden detener el tiempo, y en que la misma carne es hierba, que florece por la mañana y por la tarde se seca. No quiere pensar en que, tarde o temprano, él volverá a marcharse, como se marcharon su niñez y la belleza de su madre. No quiere ahora sino apretar fuertemente sus brazos, y con ellos formar un estanque que abarque presente, pasado y futuro, para llenarlo del agua que ahora bebe a borbotones sin ahogarse.
Nunca le ha querido como ahora. Si no hubiera sufrido aquella ausencia terrible, si al despertar aquella noche le hubiera encontrado en su lecho, jamás hubiera sido consciente del amor que cabía en sus entrañas. Probablemente hubiera vuelto a dormirse, y al llegar la mañana habría despertado sin conocer la dicha de tenerle a su lado. Ahora, era como si toda esa dicha se hubiera vertido sobre ella en una catarata de lágrimas capaz de ahogarla y hacerla morir de alegría. Si encontrara la serenidad suficiente para recapacitar y volver los ojos, la misma noche que acaba de dejar atrás se le mostraría clara y radiante.
Pero no está serena. ¿Cómo estarlo cuando se salta bruscamente de las tinieblas a la luz, de la más absoluta soledad a la presencia abrumadora del amor? Sólo existe el presente, un presente que avasalla y se expande para llenarlo todo. ¡Quién le diera plantar allí su tienda, clavarla fuertemente a este momento, y reposar para siempre en este gozo!
«Yo soy para mi amado, y hacia mí tiende su deseo.
¡Oh, ven, amado mío, salgamos al campo! Pasaremos la noche en las aldeas. De mañana iremos a las viñas; veremos si la vid está en cierne, si las yemas se abren, y si florecen los granados.
Allí te entregaré el don de mis amores.
Las mandrágoras exhalan su fragancia. A nuestras puertas hay toda suerte de frutos exquisitos. Los nuevos, igual que los añejos, los he guardado, amado mío, para ti» (Ct 7, 11-14).
Cuando Jacob venció a Yahweh
Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Éste le dijo: «Suéltame, que ha rayado el alba». Jacob respondió: «No te suelto hasta que no me hayas bendecido». Dijo el otro: «¿Cuál es tu nombre?» -«Jacob.» -«En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido.» Jacob le preguntó: «Dime por favor tu nombre». -«¿Para qué preguntas por mi nombre?» Y le bendijo allí mismo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues (se dijo): «He visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva». El sol salió así que hubo pasado Penuel, pero él cojeaba del muslo (Gn 32, 25- 32).
Después de cuanto llevo escrito, espero haber plasmado una de las certezas que con mayor claridad se me presenta cada vez que abro las páginas de la Biblia, y es la de que no hay, en la Sagrada Escritura, una sola palabra ociosa. Son, eso sí, palabras llenas de misterio, preñadas de historia, llenas de Dios y llenas de Humanidad. Muchas de ellas se resisten a la mirada superficial, y tardan en desvelar la poderosa claridad que albergan. En la mayor parte de los casos, textos aparentemente oscuros, confusos y hasta contradictorios se ordenan en un haz de luz bellísimo cuando se les mira desde el ángulo adecuado. Y es que hay una posición privilegiada, única, que constituye, sin lugar a dudas, el punto de enfoque básico de toda la Palabra divina. Esa posición es el Monte Calvario. Situado en el lugar de la muerte y resurrección del Señor, el cristiano descubre, como si fuera por vez primera, todas y cada una de las palabras de la Escritura en su más profundo significado.
¿Por qué se empeña Jacob en retener hasta el alba a un adversario desconocido y ya vencido? ¿Por qué la frase: «Suéltame, que ha rayado el alba»? ¿Qué poderosas razones tiene el sol naciente para liberar al cautivo de aquellos brazos fuertes y amantes? ¿Por qué pedir la bendición a un enemigo vencido, cuando aún se desconoce su identidad? ¿Qué sentido tiene aquella herida en el fémur, precio de la victoria?
Con toda seguridad, ni el mismo Jacob conocía la respuesta a estas preguntas en todo su calado. Sin saberlo, aunque consintiendo en ello de un modo misterioso, él mismo estaba siendo palabra de un Dios que hace parábolas con la historia.
Y, sin embargo, situados en esta mañana gloriosa del domingo, ¿no resuena en nuestras almas con una armonía especial ese «ha rayado el alba»? Si la acción tiene lugar en ese momento, y dejamos que la medición cronológica abra paso suavemente al cómputo sagrado del tiempo, nos encontraremos misteriosamente situados en la mañana de resurrección, alba de la Historia sagrada marcada por el levantamiento triunfante de Cristo, sol naciente. Allí, ese «Suéltame» desvela a los interlocutores en sus verdaderos rostros: Jacob y Yahweh, María Magdalena y Jesús resucitado, el alma del cristiano y su Señor, la Iglesia y Cristo. Todo ello es la misma realidad, y la misma palabra resuena con un eco eterno, perdido en la noche de los tiempos y prolongado hasta el fin de la Historia de los hombres: «Suéltame, que ha rayado el alba».
La fuerza que guiaba a Jacob cuando asía con toda su fibra a su adversario, esa fuerza que él mismo desconocía, era la misma que llevó a Magdalena a abrazar los pies de Cristo, la que empujó a la Amada del Cantar a abrazar fuertemente al Amado hasta encadenarlo. Una vez que los sentidos del hombre entran en contacto con Aquél para cuya contemplación están creados, todas las fuerzas, potencias e instintos del cristiano se disparan de forma incontenible hacia el único que puede saciar sus ansias abrasadoras, con la firme obsesión de no dejarle escapar. La fuerte herida causada por tan inmensa sed, los innumerables sufrimientos padecidos en la noche de la búsqueda, y, sobre todo, el amor, el amor carnal, humano y ardiente que sólo Dios puede hacer nacer en una criatura, empujan irresistiblemente al ser humano, ante la contemplación sensible de su Dios, a asirse a él con todas sus fuerzas y encadenarse a su Dueño por toda la eternidad.
Es una constante, en todas las apariciones modernas de la Santísima Virgen, el que la persona vidente sólo con una gran violencia se resigne a aceptar el final de la aparición. Tanto Bernardita en Lourdes como Lucía, Jacinta y Francisco en Fátima desearon quedarse en el cielo, prolongar eternamente la contemplación. Para todos ellos supuso un gran sufrimiento (muy especialmente para sor Lucía, quien aún, como Jacob, carga con esa herida) el volver al nivel de realidad anterior. Quedaron sus sentidos tan embelesados con la visión de la hermosura celestial, que por nada de este mundo la hubieran cambiado.
«Me he quitado mi túnica, ¿cómo ponérmela de nuevo? He lavado mis pies, ¿cómo volver a mancharlos?» (Ct 5, 3).
Sin embargo, «ha rayado el alba». Esta primera hora de la mañana, en que aún nos encontramos quienes en esta tierra hemos sido iluminados por el gozo pascual, no es aún el tiempo fijado para saciar los sentidos con el bien que anhelamos.
Semejante presencia está predicha en la bendición que Yahweh otorgó a Jacob antes de desaparecer. Pronto, muy pronto, habrá de ceder también esa cortina ante los dedos del Centinela del alba, y a través de ella inundará nuestras almas una luz sumamente gozosa. Si este rayar del nuevo día hemos de amanecer corporalmente hambrientos, no despertaremos, sin embargo, ni huérfanos ni desamparados, sino inmensamente ricos en tesoros espirituales. Entre tanto, bástenos saber que, durante estas primeras horas de la mañana, Jesús de Nazaret gusta de mostrarse a los sentidos y a los afectos como un ser sumamente escurridizo. No podemos atraparlo, ni aún menos retenerlo, hasta que, plenamente iluminados, él mismo se entregue a nosotros para siempre. Hasta que ese momento llegue, y aunque el sol ha salido ya sobre Penuel, hemos de caminar trabados por una cojera gozosa, por una herida feliz, que nos recuerde quién nos ha bendecido y nos llama desde lo alto.