Página inicio

-

Agenda

21 junio 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

Santa María y el apostolado cristiano (2 de 2)
Esa audacia no será necesaria, normalmente, para dar un testimonio heroico de nuestra condición de cristianos, sino para vencer falsos reparos humanos de hablar de Dios. Un hijo de Dios ha de ser veraz; «la verdadera amistad —explica San Jerónimo— no sabe disimular lo que siente». Por tanto un amigo no ha de quedarse en tratar de una serie de temas o de ideales compartidos, por nobles que sean, sino que sería desleal si no diese a conocer el espíritu cristiano que vive, explicarle al amigo su querer a Jesús, y cómo puede seguir el sendero que conduce al Cielo, pues el Señor llama a todos a la santidad. El apostolado cristiano —y me refiero ahora en concreto al de un cristiano corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más entre sus iguales— es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina.
Sed audaces. Contáis con la ayuda de María, Regina apostolorum
.
La Virgen, con gran sencillez, es ejemplo de cómo se realiza el apostolado en las circunstancias más normales. San Juan conserva en su Evangelio una frase maravillosa de la Virgen, en una escena que ya antes considerábamos: la de las bodas de Caná. Nos narra el evangelista que, dirigiéndose a los sirvientes, María les dijo: «Haced lo que Él os dirá». De eso se trata; de llevar a las almas a que se sitúen frente a Jesús y le pregunten: Domine, quid me vis facere?, Señor, ¿qué quieres que yo haga?
Para hacer apostolado es necesario, en primer lugar, rezar con insistencia al Señor, pidiéndole cumplir sus anhelos cuando vibra al ver que la mies es mucha y los operarios pocos, y rogarle que nos ayude a llevarle almas. También hay que rezar sin descanso a la Virgen. Recurre constantemente a la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre de la humanidad: y Ella atraerá, con suavidad de Madre, el amor de Dios a las almas que tratas, para que se decidan —en su trabajo ordinario, en su profesión— a ser testigos de Jesucristo.
Pedirle con insistencia: Santa María, Regina apostolorum, reina de todos los que suspiran por dar a conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de nuestras miserias, pide perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría haber sido fuego y ha sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal que se volvió insípida. Madre de Dios, omnipotencia suplicante: tráenos, con el perdón, la fuerza para vivir verdaderamente de esperanza y de amor, para poder llevar a los demás la fe de Cristo.
Y también rogarle al Santo Patriarca: San José, Padre y Señor nuestro, castísimo, limpísimo, que has merecido llevar a Jesús Niño en tus bracos, y lavarle y abracarle: enséñanos a tratar a nuestro Dios, a ser limpios, dignos de ser otros Cristos. Y ayúdanos a hacer y a enseñar, como Cristo, los caminos divinos —ocultos y luminosos—, diciendo a los hombres que pueden, en la tierra, tener de continuo una eficacia espiritual extraordinaria.
Así, impulsados por la gracia obtenida mediante la oración y el sacrificio, viviremos con ese ímpetu apostólico de los primeros cristianos que, como explica San Juan Crisòstomo, «no hacían caso de los peligros, ni de la muerte, ni de su pequeño número, ni de la multitud de sus contrarios, ni del poder, fuerza y sabiduría de sus enemigos; porque tenían fuerzas mayores que todo eso: el poder de Aquel que había muerto en la cruz y había resucitado». Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con El por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios. Unidos a nuestra Madre, cada cristiano cumplirá lo que de modo audaz dice San Ambrosio: «Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es el fruto de todos nosotros».