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Rey Ballesteros La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
«Rabbuní» (2 de 2)
Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu (2 Co 3, 18).
Y así, mirando fijamente este haz de luz que deslumbra sin quemar, veremos desvelarse el sentido de la oración cristiana, como una contemplación sosegada y luminosa del rostro de Cristo que deja grabado en nuestro semblante su propio brillo. Es cierto que esta mirada sensible de la Magdalena nos ha sido vedada por breve tiempo, y por ello hemos de ponernos tantas veces de puntillas sobre el peldaño de nuestra imaginación, intentando atisbar la belleza tras el muro de nuestras limitaciones sensibles. ¡Bendita imaginación, que trae a la tierra las primicias de lo que será nuestro gozo en el cielo! No deja de ser una profanación emplearla en excavar la ciénaga del sueño falso, cuando está llamada a ser el abrazo entre nuestros sentidos y quien es la Verdad. Cuando el hombre malgasta su tiempo en imaginar fábulas y embustes, llena de carroña su alma y se embadurna de mentira. Pero cuando se alza sobre su imaginación para buscar el rostro humano del que vive por los siglos, entonces entabla una relación sumamente verdadera, situada en un ámbito de realidad especialmente cercano que pone a su alcance la humanidad de Cristo. Cuando San Ignacio de Loyola nos enseñó a rezar imaginando, no hizo sino señalar de nuevo la ventana que inundó de luz el rostro de María Magdalena.
Y, con todo, esta contemplación cara a cara sólo podremos disfrutarla plenamente cuando nuestros ojos resuciten, en el último día. Pero, entretanto, la presencia de Cristo a nuestro lado, frente a nosotros, es tan real y tan cercana como la que disfrutó María en aquella mañana de domingo. No podemos mirar cara a cara, pero sí podemos mirar frente a frente, corazón a corazón. Y si el rostro de María, como el de Moisés, quedó iluminado ante la faz de Cristo, de una forma semejante se graban a fuego en nuestros corazones los sentimientos del Corazón humano del Hijo de Dios cuando nos situamos frente a Él en verdadera contemplación.
Y así, bajo este haz de luz, la oración del cristiano se muestra como una amorosa búsqueda, como una delicada y tierna persecución de los sentimientos humanos de Jesús de Nazaret, tal y como se nos revelan en la Escritura. Ante el pasaje evangélico, el alma deja escapar la pregunta que llama a las puertas del Corazón de Cristo, deseando saber qué sentía el Señor en tal o cual momento de su vida, cuando pronunciaba estas o aquellas palabras, cuando realizaba aquel milagro... Y, al recibir la respuesta, cuando las palabras de vida, quizá después de haber golpeado muchas veces en sus puertas con la aldaba, se abren y desvelan la intimidad del Corazón de Cristo, el alma debe reposar allí sin inquietarse, sin volverse atrás por la vergüenza de sus culpas, que la harán sentirse indigna, y simplemente contemplar; contemplar y dejar que los sentimientos del Señor queden grabados en su alma como se graba en la piel la caricia del sol de la montaña, para ser así transformado por una fuerza muy superior a la de la voluntad humana.
De este modo, si al leer «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5, 3), dedico toda mi atención a meditar sobre la multitud de apegos que ensucian mi alma, esa oración me hundirá en la tristeza. Pero si ante estas palabras dejo que mis ojos se claven en Cristo crucificado y desnudo, hecho voluntariamente pobre para llenarme de riquezas (cf. 2 Co 8, 9), y fijo los ojos de mi alma en esa pobreza que es un grito de amor, habré de llenarme de alegría. Sin haberlo buscado, caeré de rodillas, consciente de mi miseria de un modo nuevo porque, sin haber fijado en ella mis ojos, la presencia de la luz habrá avergonzado a las tinieblas que hay en mí. Al situarme frente a la claridad de esa pobreza que contemplo, sin apartarme de ella; al enamorarme de Jesucristo pobre por amor en la Cruz, mi propia alma estará quedando iluminada, ese amor irá venciendo mis apegos y la riqueza que me esclaviza irá saltando como una cadena rota.
El poder transformador de la oración, cuando el centro de esta oración es la humanidad de Cristo, se me antoja inmenso. Para quien deposite todas sus esperanzas en el mero esfuerzo humano, este descubrimiento supondrá romper el bloqueo que la limitación de nuestras pobres fuerzas nos impone, y vencer la soberbia de los logros ascéticos puramente personales. La lucha no ha de cesar ni por un instante, pues estamos hablando de una aventura de amor, y este amor no se conforma sino con la entrega total. Quien, confiándolo todo a la oración, abandona la lucha cotidiana, es necio y no merece tomar parte en esta batalla que sólo los corazones con ansias de entrega saben entablar. Pero quien piense en alcanzar el triunfo únicamente armado con la espada de plástico que es nuestra voluntad, habrá de verse en el suelo una y otra vez, abatido por su propia soberbia. Nuestra fuerza, como la de María de Magdala, es el rostro de Cristo, la faz de Dios que brilla en lo alto del cielo. Con los pies pegados a esta tierra y a esta lucha que es de muerte, nuestros ojos, elevados hacia el cielo, no pueden, no deben dejar de clavarse en lo alto, buscando enamorados los ojos de aquel cuyo rostro nos da la victoria.
Porque no fue su espada la que ocupó la tierra, ni su brazo el que les dio la victoria, sino tu diestra y tu brazo y la luz de tu rostro, porque tú los amabas (Sal 43, 3).
Y así, el potente haz de luz que ilumina el semblante de la Magdalena esta mañana está gritándonos con fuerza que también nosotros podemos ser iluminados si clavamos la mirada de nuestro corazón en esa humanidad de Cristo que brilla con luz propia y que es capaz de transformar a quien sabe contemplarla con la avidez de María.