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1 junio 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

Frente a frente
El diálogo al que ahora asistimos es toda una escena de amor al estilo divino. Frente a frente se hallan María y su Señor, la Amada y el Amado, la Iglesia y Cristo. Ella, con la faz cubierta por las lágrimas; Él, con el rostro embozado tras la apariencia de un hortelano. Una distancia físicamente estrecha marca sin embargo, al principio, un campo de juego tan amplio como el recorrido que media entre las tinieblas y la luz, la tristeza y la bienaventuranza. Jesús de Nazaret, resucitado y físicamente presente en aquel huerto, habita ya en el ámbito de la eternidad, en el que ha ingresado corporalmente merced a su triunfo sobre la muerte. María Magdalena está sumida en la fosa más profunda del dolor y la tristeza humanas. La escena es fascinante, porque entre la gloria y la desdicha, entre la saciedad de la vida eterna y el hambre de los sentidos, la distancia es mínima. Desde la eternidad, el Maestro extenderá la mano ofreciendo un asidero de carne gloriosa; desde su llanto, María extenderá los brazos como a tientas, buscando en el Misterio el cuerpo de su Señor. Y, como en la genial pintura de Miguel Ángel, al apenas juntarse el dedo amable de Dios con el dedo necesitado del Hombre, surgirá un torrente de luz inmenso y suavísimo que llenará de gozo, poco a poco, el alma de María hasta convertirla, a ella también, en un ser divinizado, partícipe de la misma alegría que inunda el alma y el cuerpo glorioso de Jesús resucitado.
«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Es la misma voz que, días más tarde, preguntará a Simón: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» (Jn 21, 15). Y, en ambos casos, no busca una respuesta que ya conoce, sino una declaración de amor.
Poco antes, los ángeles habían hecho la misma pregunta, y María respondió con palabras ardientes capaces de seducir al mismo Dios. No cabe duda; es el estilo de amar de Jesús de Nazaret: Isaac y Rebeca, Gabriel y la Santísima Virgen, y ahora María Magdalena y Jesús de Nazaret. En un primer momento, será un mensajero quien haga brotar de labios de la amada el secreto de su corazón; más tarde, el mismo Amante es quien pregunta, aunque embozado, semioculto, respetuoso hasta la exquisitez. Dios no tiene prisa nunca, y gusta de recrearse en la belleza sublime del amor humano. Y así, un Hijo de Dios resucitado y enamorado como nunca del alma conquistada con su sangre quiere escuchar de nuevo las mismas palabras de ternura.
¡Qué gran injusticia cometemos con el Hijo de Dios cuando le arrancamos los sentimientos humanos que con tan gran cariño ha asumido! Muchos piensan que a Dios no hay que contarle nada, porque ya lo sabe todo, y no reparan en que es hombre y le gusta escuchar nuestras confidencias, tal como salen de nuestra alma. Descalifican la oración del Santo Rosario, alegando que es repetitiva, y no caen en la cuenta del suave gozo que inunda el corazón de los amantes cuando las palabras de amor se suceden una y otra vez. Es esa misma fe desencarnada, a la que antes me referí, la misma que reivindica incansablemente una encarnación del cristiano (¡como si fuéramos ángeles!) a la vez que ha despojado al Hijo de Dios de su carne gloriosa y de su corazón humano.
La escena duró unos segundos, pero es lenta como la eternidad, y, con toda seguridad, se hizo interminable para la amada de Magdala. «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré». Son palabras de fuego, pronunciadas por una mujer a quien el amor ha hecho capaz de cargar con un cadáver de tres días y considerarlo el privilegio más feliz de su existencia. Y ahora el diálogo es un combate, un lance de amor entre Amada y Amado, entre Cristo y su Iglesia. Las últimas palabras de María han conquistado de lleno al Señor, han robado el corazón humano del Hijo de Dios resucitado, que se rinde como tantas veces antes lo había hecho: el ciego de Jericó, la mujer cananea, su Madre en Caná, le vencieron antes de su Pasión. Jacob le venció primero. Y ahora, en esta mañana de la Historia sacra, en este amanecer de vida eterna, la mujer más triste del mundo vence en un lance de amor al Verbo eterno del Padre revestido de carne gloriosa.
Pero ella no lo sabe; no hay respuesta del hortelano, quien, a buen seguro, tiene un nudo en la garganta y las lágrimas al borde de los ojos. Y María, que tampoco esta vez ha fijado la mirada, al no recibir palabra alguna que le ayude a encontrar a quien tiene frente a ella, se da la vuelta y llora. Son los últimos momentos de esta noche; el centinela de la mañana ya está junto a la ventana de su alcoba, y, rendido como nunca, se dispone a abrir suavemente las cortinas para llenar de luz y gozo la estancia y el lecho de quien aún duerme en la oscuridad de una tristeza a punto de romperse en júbilo. Pero ella no lo sabe...
«María»
Yo, con mi apelación, vengo a tu presencia; y al despertar me saciaré de tu semblante (Sal 16, 15).
Como un poderoso rayo de luz que atraviesa la ventana y se clava en el último rincón de la alcoba, llenando la estancia de claridad, así una palabra, entrando a través de los oídos de carne de María, la atravesó, como un escalofrío, de parte a parte, yendo a clavarse en lo más profundo de su alma igual que un dardo de gozo. Era, a la vez, una llamada y una voz, aunque nunca supo distinguir la una de la otra, porque recuerdos dormidos y esperanzas marchitas cobraron al punto vida, y todo en su interior se puso en pie de un salto. Era la misma voz, la misma llamada, fresca y lozana como siempre, o, mejor dicho, como nunca, porque ni resonó jamás tan festiva iluminando la propia mañana, ni la escuchó ella jamás tan nueva, rodeada de un eco distante y cercano que sabía a eternidad.
Y la primera ventana se abrió en el domingo: Jesús, Jesús el Nazareno, está vivo. Aquel a quien vio desangrarse y consumirse en lo alto de un madero; Aquel a quien vio descolgar, amarilla su carne con el zarpazo terrible de la muerte; Aquel a quien dejó dos días atrás encarcelado en un sepulcro nuevo; Aquel a quien se disponía a amortajar con perfumes de amor roto; Aquel a quien quería cargar inerte sobre sus hombros, pagándole la oveja al Pastor con la misma moneda de ternura... Está vivo. Es su voz. Imposible no reconocerla, porque durante dos días, en su interior, no había dejado ni por un momento de resonar su dulce eco. Está vivo. Jesús está vivo.
En este primer momento de luz, en este instante del despertar jubiloso al nuevo día, María de Magdala nada sabe aún del alcance universal, cósmico, de la resurrección de Cristo. Desconoce el perdón de los pecados, la filiación divina, la vida de la gracia, la llamada a la santidad, el Don del Espíritu Santo, la vida eterna, y muchos más rayos fulgurantes de este Astro Rey. Muchos de ellos, lo veremos, se colarán en su alcoba esta mañana, pero aún tardará en escudriñarlos. La única verdad que llena ahora de brillo y de alegría su alma es que Jesús el Nazareno está vivo.
Y a nosotros, que a menudo queremos devorar el festín de la Vida atropelladamente, sin paladear cada uno de los manjares que un Dios sereno y paciente ha puesto en nuestra mesa, nos interesa muchísimo seguir el paso lento y firme de aquellos primeros, iluminados, antes que por la teología, por una certera caricia que hace estremecer porque lleva en sí toda la densidad del hecho real, histórico, tangible: el Maestro está vivo. Y quien no experimente primero la alegría que conlleva este acontecimiento sencillo y extraordinario tendrá que conformarse, en el ágape del júbilo pascual, con el pobre alimento del gozo teológico, intelectual, arduo cuando falta el estallido de alborozo que la vida de un ser querido regala al alma enamorada. Este tal no grite «aleluya», como la Magdalena, sino «eureka», como Arquímedes.
Yo, por mi parte, deseo entrar por esa ventana recién abierta y deslizarme dentro del corazón de esta mujer, porque por nada del mundo quisiera perderme las primicias de la mañana. Quiero repetirme una y mil veces, y escucharlo pronunciado por los labios de María: «¡Cristo vive!», y pensar que, aunque nunca le viera, aunque jamás me fuera permitido escuchar su voz o sentirle cerca, aunque anduviera yo perdido en el último rincón y estuviera aún sepultado por mis culpas lejos de su presencia, no ha de faltar nunca a mi alma el refrigerio al poder pronunciar estas palabras con verdad: «¡Cristo vive!». Aunque yo muriera, Él vive para siempre. Ha vencido a la muerte y permanece en pie por los siglos de los siglos. Sólo por eso, ya no hay Infierno para mí. Y, cada vez que me falten las fuerzas, cada vez que me sienta tentado, cada vez que la tristeza quiera apoderarse de mi alma, al antiguo enemigo le habré de gritar: «¡Cristo vive!». No amo a un muerto; he dado mi amor a Aquel que vive.