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4 mayo 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

Pobreza y riqueza en María Magdalena
Llegada al límite de sus propias fuerzas, alcanzada la frontera de lo eterno, y situada sin saberlo en la misma puerta que une el cielo con la tierra, María ha dado un paso crucial: la creación visible e invisible la tiene ya a sus espaldas, y sus ojos no son capaces de fijarse en otra belleza que la que se halla del otro lado, oscuro para ella, pero más cercano que nunca.
La ascética cristiana, la renuncia a los bienes de este mundo, la verdadera pobreza de espíritu y la mortificación de los sentidos se han convertido, para esta mujer maravillosa, en lances de amor. No baja la cabeza ante los ángeles como un ejercicio voluntarioso de autodominio; no renuncia al consuelo de los apóstoles como quien realiza un pulso terrible en la guarda de la afectividad. Su llanto no es resultado de un esfuerzo mental de contrición que a duras penas haya hecho saltar una lágrima. Todo eso le es ajeno a la Magdalena: ella, simplemente, está enamorada de un Dios hecho hombre, y, fascinada por su belleza, todas las realidades creadas se le han vuelto despreciables si no tiene a su Señor. Lo entenderíamos mejor si Jesucristo estuviera ahora, visiblemente, ante su mirada, como lo estará muy pronto; pero yo quiero detenerme ante esta María, porque esta María ha renunciado a todo amorosamente en medio de la noche, y esa noche es la misma en que yo me encuentro, porque mis ojos, como los de ella, no pueden ver al único objeto de sus deseos. Su mirada está suspendida en las tinieblas, y la fuerza que la mantiene es la del hambre. Esta es mi Magdalena, y ahora sus ojos son los míos.
Nos hallamos en el núcleo mismo de la espiritualidad cristiana, allá donde ascética y mística se confunden; porque María es pobre y rica a la vez. Su hambre, su sed, su dolor la convierten en la imagen viva de la necesidad humana y de la pobreza misma. De alguna manera, ella está crucificada, puesto que sus sentidos y su afectividad se hallan clavados en la Cruz, sometidos al mayor de los despojos. Y, sin embargo, estamos ante una mujer llena hasta los bordes de un amor capaz de dar vida a los muertos. Es inmensamente rica, porque ha sido ese generoso caudal de amor divino el que, llenando su alma y desbordándose en lágrimas a través de su rostro, la ha vaciado de todo consuelo humano.
Desde que conocí a Jesucristo, he estado dejando pasar trenes que conducían a lugares maravillosos para muchos. He sentido, y siento con frecuencia, el empujón del hombre viejo, ansioso por subir a todos ellos. Como María, sigo esperando, y pido a Dios que sea por tan poco tiempo como ella. Mi hambre y mi sed a veces se me antojan infinitas, voraces, incontenibles. Y lo que me mantiene en la espera es la segura certeza de que mi tren llegará. Me lo ha prometido el mismo Señor. Y, después de escuchar esa promesa, que es la misma que oyó Job: «veré a Dios» (Jb 19, 26), cada uno de esos trenes que desfilan diariamente junto a mi puerta me saben a muerte, aunque a este hombre viejo le hagan gritar y hasta molerme a palos. No renuncio a consuelos humanos porque quiera perder peso, ni tampoco para ganar músculo a base de esfuerzos de voluntad. Lo que ocurre es que el hambre y la sed que yo siento son tan fuertes que sé, aunque mi carne no alcance a entenderlo, que cualquier consuelo humano me dejaría insatisfecho y me asquearía. Esta hambre y esta sed sólo un Dios puede saciarlas. Yo no las puse allí, y cómo aparecieron exactamente lo desconozco. Pero ellas son mi único patrimonio, mi tesoro en esta tierra, y por nada del mundo quiero perderlas hasta que todo un Dios me sacie. Sé que lo hará, porque no hubiera permanecido yo esperando si Él mismo no me hubiera sostenido; el hombre viejo me habría vencido hace tiempo, puesto que conoce todas las tretas de las tinieblas y su fuerza es muy superior a la mía. Mi único testimonio es que sigo aquí, hambriento y sediento durante años, como muestra de la fuerza de un Dios que siempre cumple sus promesas. No digo todo esto para alardear más que de hambre; no tengo otra cosa, además de mis traiciones. Lo digo porque quienes amamos a Cristo hemos de gritar al mundo que no somos unos imbéciles: no nos privamos de tantas cosas por debilidad mental, ni por escrúpulo, ni por cobardía: nos mueve la fe, y si en este banquete extraño de la vida en la tierra hemos dejado comida y bebida en tantas mesas mientras otros arañaban groseramente hasta el fondo del plato, es porque queremos llegar con hambre al postre, y entonces saciamos con lo único que está a la altura de un alma creada por Dios.
Hay un gozo enorme en la misma espera, y, con toda seguridad, esta espera es ya una gracia; no podemos entenderla de otro modo sin pecar de insensatez. La contemplación del Pueblo de Dios, de la Iglesia, como un pueblo en espera de su Señor es una de las imágenes más ricas y hermosas del patrimonio que nuestros primeros padres nos han legado. Pero quisiera disfrutarla más detenidamente a la luz de las palabras de María Magdalena, Iglesia que espera en las sombras la llegada de la luz.