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3 mayo 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

María contempla el humilde nacimiento de Jesús (1 de 2)
El nacimiento de Jesús encierra una gran sencillez que también en el rezo del Rosario se considera para contemplarlo.
Se ha promulgado un edicto de César Augusto, y manda empadronar a todo el mundo. Cada cual ha de ir, para esto, al pueblo de donde arranca su estirpe. —Como es José de la casa y familia de David, va con la Virgen María desde Nazaret a la ciudad llamada Belén, en Judea.
Y en Belén nace nuestro Dios: ¡Jesucristo!
—No hay lugar en la posada: en un establo.
—Y su Madre le envuelve en pañales y le recuesta en el pesebre.
Frío. —Pobrera. —Soy un esclavito de José.
—¡Qué bueno es José! —Me trata como un padre a su hijo. —¡Hasta me perdona, si cojo en mis brazos al Niño y me quedo, horas y horas, diciéndole cosas dulces y encendidas!...
¡ Y le beso —bésale tú—,y le bailo, y le canto, y le llamo Rey, Amor, mi Dios, mi Único, mi Todo!... ¡Qué hermoso es el Niño...y qué corta la decena.

Los primeros cristianos ya veneraron el lugar de nacimiento del Señor desde los comienzos. Allí fue San Justino; había nacido unos sesenta kilómetros al norte, en Siquem, y después de su conversión dijo: «En Belén está la gruta donde Jesús ha nacido, el establo que le sirvió de cuna. Cristo, al que yo amo, nació aquí hace sólo ciento cincuenta años». San Justino quería profundamente a San José y a Santa María, y por eso defendió la virginidad de la Madre de Dios como verdad revelada.
«Para buscar las huellas de Jesús —explica Orígenes—, vine a esta tierra. Y en Belén se muestra siempre el lugar donde Jesús ha nacido. Esta gruta es bien conocida en la región, también entre los extraños a nuestra fe, y es amada y venerada por los cristianos, pues en ella vio Jesús la luz»; Orígenes, al acudir a Belén, llevaba consigo el amor a María, como se manifiesta en sus obras. Más tarde, también Eusebio de Cesarea, para quien la Virgen era la Toda Santa, rezó en la gruta de Belén.
San Jerónimo vino a quedarse junto a la cueva del Nacimiento para siempre. Quería profundamente a la Sagrada Familia, como mostró en esa expresión tajante, avalada por su saber exegético:
«María fue virgen, y también San José fue virgen, y el Hijo también virginal»; e insiste: «San José, que mereció ser llamado padre del Señor, fue siempre virgen, igual que María».
Cada uno a su manera siente en Belén lo que comentó San Sofronio: «En la gruta donde la Virgen María, reina del universo, dio a luz al Salvador de los hombres, yo apoyé mi frente y mi boca en el suelo donde reposó Cristo, para recibir su bendición».
En ese humilde lugar el Niño es cuidado por su Madre y por San José; Y, después de contemplar cómo María y José cuidan del Niño, me atrevo a sugerirte: mírale de nuevo, mírale sin descanso. El misterio del inmenso querer divino se desvela en este Niño inerme. Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeva de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.
En Belén se hace como más tangible el misterio de Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre. El Verbo que es Dios, por el que existen todas las cosas, y sin el que nada empezó de cuanto existe, la Luz de los hombres, estuvo aquí recién nacido.