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29 mayo 2025

La Eucaristía

Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004

Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine
Purificarse más y más
La antigua creencia de que el pelicano alimenta a sus crías con su sangre, haciéndola brotar de su pecho herido con el pico, ha sido tradicionalmente un símbolo eucarístico, que trataba de ejemplificar de algún modo la inseparabilidad de los aspectos sacrificial y convivial de la Eucaristía.
Efectivamente, en la Santa Misa «se efectúa la obra de nuestra redención», y se nos da a comer el cuerpo de Cristo y se nos da a beber su sangre.
En este Sacramento, queda patente que la sangre de Cristo redime y a la vez alimenta y deleita.
Es sangre que lava todos los pecados (cfr. Mt 26, 28) y vuelve pura el alma (cfr. Ap 7, 14).
Sangre que engendra mujeres y hombres de cuerpo casto y de corazón limpio (cfr. Zac 9, 17).
Sangre que embriaga, que emborracha con el Espíritu Santo y que desata las lenguas para cantar y narrar las «magnalia Dei» (Hch 2, 11), las maravillas de Dios.
La Eucaristía, por ser el mismo sacrificio del Calvario, contiene en sí la virtud de lavar todo pecado y conceder toda gracia: de la Misa, como del Calvario, nacen los demás sacramentos, que luego nos dirigen al Holocausto de Jesucristo como a su fin.
Pero el sacramento ordinario —repetidlo en el apostolado—, dispuesto por Dios para la remisión de los pecados mortales, no es la Misa, sino el de la Penitencia; el de la Reconciliación con Dios y con la Iglesia, mediante la absolución que sigue a la confesión plenamente sincera y contrita —ante el sacerdote— de todos los pecados mortales aún no perdonados directamente en este sacramento.