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24 mayo 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

Madre de la Iglesia (1 de 2)
Jesús ha pasado su vida haciendo el bien, ha muerto en la Cruz y ha resucitado. Permanece cuarenta días con los suyos, dándoles pruebas evidentes de su divinidad, y hablándoles de lo que se refiere al reino de Dios.
Adoctrina ahora el Maestro a sus discípulos: les ha abierto la inteligencia, para que entiendan las Escrituras y les toma por testigos de su vida y de sus milagros, de su pasión y muerte, y de la gloria de su resurrección.
Después los lleva camino de Betania, levanta las manos y los bendice. —Y, mientras, se va separando de ellos y se eleva al cielo hasta que le ocultó una nube.
Se fue Jesús con el Padre. —Dos Ángeles de blancas vestiduras se aproximan a nosotros y nos dicen: Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo?
Pedro y los demás vuelven a Jerusalén —cum gaudio magno— con gran alegría. —Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de los Ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria.
Pero, tú y yo sentimos la orfandad: estamos tristes, y vamos a consolarnos con María.

Pasados unos días de especial presencia de Jesús —dador de paz y alegría—, llega la despedida de Cristo: la Virgen y los Apóstoles reciben la bendición del Resucitado, y El asciende a los cielos. Los que se han quedado solos no reaccionan, hasta que unos ángeles les hablan de la nueva venida del Salvador al fin de los tiempos. Movidos por el anuncio, descienden desde el Monte de los Olivos hasta Jerusalén.
María sigue centrada en su Hijo. Muchos son los escritores sagrados que tratan de ese tiempo; es suficiente recoger un texto de San Pedro Canisio, que con estilo homilético refleja el espíritu de Santa María: «Cuando Jesús ascendió a los cielos, la Virgen subía al Calvario, donde Cristo había sido crucificado, para derramar lágrimas allí donde Él había lavado nuestros pecados con su Sangre. Iba a la cueva sepulcral del Salvador para venerar el Sepulcro y adorar la gloria del Hijo resucitado. En el Monte de los Olivos besaba las huellas que los pies de Cristo habían dejado allí impresas cuando subió a los cielos. Llegaba hasta Belén, alegrándose de que esta ciudad hubiera sido testigo de su alumbramiento, y recordaba dónde había envuelto a su Hijo en pañales y le había puesto en el pesebre, y fue adorado por los pastores y por los Magos. Y le gustaba ir hasta el pequeño pueblo de Nazareth, flor de Galilea, porque allí, el Hijo que había concebido y criado, reproducía en la Madre su gratísimo recuerdo».
Pensemos ahora en aquellos días que siguieron a la Ascensión, en espera de la Pentecostés. Los discípulos llenos de fe por el triunfo de Cristo resucitado y anhelantes ante la promesa del Espíritu Santo, quieren sentirse unidos, y los encontramos cum María mater Iesu, con María, la madre de Jesús. La oración de los discípulos acompaña a la oración de María: era la oración de una familia unida.
Esta vez quien nos transmite ese dato es San Lucas, el evangelista que ha narrado con más extensión la infancia de Jesús. Parece como si quisiera darnos a entender que, así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo.
Desde el primer momento de la vida de la Iglesia, todos los cristianos que han buscado el amor de Dios, ese amor que se nos revela y se hace carne en Jesucristo, se han encontrado con la Virgen, y han experimentado de maneras muy diversas su maternal solicitud. La Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de todos los cristianos. San Agustín lo decía con palabras claras: «cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella cabera, de la que es efectivamente madre según el cuerpo».

La Virgen es Madre de la Iglesia. Esta verdad está íntimamente vinculada a la Maternidad de María del Cuerpo Místico, esto es de su Cabeza —Jesucristo— y de sus miembros. En el Discurso de clausura de la tercera etapa del Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI dijo: «Con esta Constitución De Ecclesia promulgada hoy, de la cual el capítulo entero sobre la Virgen María es el vértice, podemos con derecho afirmar que esta sesión ha terminado con un como incomparable himno con que se celebran las alabanzas de la Virgen Madre de Dios. (...) Por tanto, para gloria de la B. Virgen María y para consuelo nuestro, declaramos a María Santísima Madre de la Iglesia, esto es, de todo el pueblo cristiano, tanto de los fieles como de los Pastores, los cuales la llaman Madre amantísima, y establecemos que con este suavísimo nombre ya ahora todo el pueblo cristiano tribute todavía más honor a la Madre de Dios y la invoque con súplicas».
Los Apóstoles están en el Cenáculo perseverando unánimes en la oración con María, la Madre de Jesús. ¡Qué lección tan extraordinaria cada una de las enseñanzas del Nuevo Testamento!
—Después de que el Maestro, mientras asciende a la diestra de Dios Padre, les ha dicho: «id y predicad a todas las gentes», se han quedado los discípulos con paz. Pero aún tienen dudas: no saben qué hacer, y se reúnen con María, Reina de los Apóstoles, para convertirse en celosos pregoneros de la Verdad que salvará al mundo.