Página inicio

-

Agenda

18 mayo 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

«Mi Señor» (2 de 2)

Oigo en mi corazón: buscad mi rostro; tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro (Sal 26, 8).
Y es que, en esta mañana, se han puesto de pie todas las ansias del pueblo elegido, dispuestas a ser por fin saciadas. Ha merecido la pena la espera; la sangre de los profetas y los justos, desde Abel hasta Zacarías, el destierro de Babilonia, la esclavitud sufrida en Egipto y el hambre del desierto... Todo ello se muestra hoy como un precio muy pequeño. Allí, en esa mujer centinela de la aurora, se agrupan la Jerusalén nueva y la vieja, y con sed de siglos gritan:
Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti; no me escondas tu rostro el día de la desgracia (Sal 101, 1-2).
Hablar hoy día de este amor, entrar en el ámbito que estas ansias fundan con la eternidad, es sumamente difícil. La literatura moderna y los medios de comunicación han llenado de basura las realidades más nobles hasta tal punto que es difícil encontrar la vieja senda (cf. Jr 6, 16). La misma expresión «amor carnal», con la que me he referido al corazón de María, trae a la mente del hombre de hoy resonancias sucias. Esa distinción entre carne y espíritu, que la Magdalena no hubiera entendido jamás, nosotros la hemos convertido en una zanja insalvable, de tal modo que, o nos hacemos esclavos de la carne para caer en el pecado, o prescindimos totalmente de ella y despreciamos la obra de Dios. La manifestación camal del amor, tal y como nos la muestran hoy el cine y la televisión, tal y como hoy se enseña indiscriminadamente a nuestros niños en los colegios, no tiene nada de amor: es pura carne, carne egoísta y a veces despiadada, que, profanando el sagrado nombre del amor, esclaviza y convierte al hombre en mero animal. Su verdadero nombre no es amor sino lujuria, y con esos ojos sucios jamás entenderemos a María Magdalena.
Desde luego, esta ponzoña es absolutamente ajena al dardo que traspasa las entrañas de la mujer de Magdala. Como es evidente que esta forma de entender el amor no abre ninguna puerta a la hora de entablar relación con Dios, el intelectual burgués de nuestro siglo ha inventado otro artefacto (permítaseme llamarlo así), una piedad espiritualizada y descarnada, que obliga al cristiano a amar a Dios de forma distinta a como ama a los hombres. Si el amor a los hombres se identifica en muchas personas con el egoísmo de la carne abandonada a su libre albedrío, el amor a Dios será para tantos otros (y, muchas veces, para los mismos) una pura elevación espiritual en la que el cuerpo no tiene absolutamente nada que ver. Es una trampa mortal, una manipulación grosera que está perdiendo muchas almas, y que urge desmantelar, aunque sea como quien grita en el desierto. Muchas personas que pasan horas frente al espejo la tarde previa a una noche de fiesta, se escandalizan y vociferan si se les pide que acudan a la iglesia correctamente vestidos. No es infrecuente, en convivencias o ejercicios espirituales con jóvenes, verles tumbados boca arriba en el jardín, como quien toma el sol en la playa, y escuchar que están rezando. Probablemente, su espíritu se elevó tan alto que el cuerpo quedó olvidado, tendido en el suelo. Esa oración «filosófica» no podrá evitar que, más tarde, ese cuerpo que ha olvidado que ha de contemplar un día el rostro humano del Salvador sacie su sed en cualquier charca fangosa.
Me asusta contemplar cómo los reclinatorios desaparecen de tantas iglesias, eliminando la posibilidad de entregarse a la adoración corporalmente, cayendo de rodillas. Repito que es una trampa mortal, porque somos esencialmente corpóreos, y si no amamos carnalmente no amamos de verdad.
A Dios no se le ama de manera distinta a como se ama a los hombres. Dios merece ser amado corporalmente, y no otra cosa es la virtud de la castidad sino una escuela de amor carnal a Dios, mediante la entrega total, cuerpo y alma.
Por eso, mientras la Magdalena suspira por el rostro de Cristo, muchos, a quienes ese rostro hoy velado no les duele, en nombre de Cristo suspiran por ideologías humanas y valores terrenos. Este espiritualismo intelectual, más letal y falaz porque lleva el nombre de cristiano, ha convertido, para muchos, la llama ardiente del amor a Jesucristo en una ideología, una entre las muchas que se venden hoy en el mercado de ideas. Y, desde ahí, el ejercicio mismo de la caridad, despegado ya del ansia de abrazar al Señor, se ha tornado en filantropía puramente terrena, incapaz de llenar un alma que tiene sed de Dios.
Este absurdo baile de máscaras, donde nada es lo que parece, tiene la culpa de que a muchos cristianos de nuestro siglo ya les sea totalmente ajena esta ansia de contemplar el rostro de Cristo, y de que el arte sacro, que durante siglos ha adornado nuestras iglesias buscando la belleza de esta divina faz, haya sido sustituido en muchos de nuestros templos por representaciones abstractas, más orientadas al mundo de las ideas que a la búsqueda ansiosa y sedienta del rostro de carne de Jesús de Nazaret. Este intelectual burgués, espiritual hasta lo incomprensible y esclavo de la carne hasta lo grotesco, está existencialmente castrado para amar a Dios y para amar a los hombres. Ha perdido la sencillez de la Magdalena, y la de los primeros cristianos, que deseaban con ansia la segunda venida de Cristo, aun sabiendo que ella conllevaba el fin de la creación terrena, sólo por ver de nuevo la faz hasta entonces velada del Maestro. Hoy día, esa segunda venida es contemplada por muchos como un acontecimiento indeseable. Les asusta el que pueda destruirse todo aquello sobre lo que están sustentados, y no les anima la esperanza de contemplar el rostro de carne del Señor, porque ya no la echan de menos. No se habla de Parusía, o segunda venida, sino del fin del mundo, y, si se cree en él, se prefiere pensar que será tarde, cuando ya no estemos aquí. Sin embargo, la Iglesia era entonces, y es ahora, a pesar de muchos, la esposa entristecida que espera ansiosa en la ventana de la oración el regreso de su Amado, una esposa a quien le duelen los ojos, como a María Magdalena, porque la ausencia es larga y la espera irresistible.
Entre tanto, como María, pido al Señor que ni los mismos ángeles del cielo ni criatura alguna de la tierra sea capaz de fijar nuestra mirada, hasta que el rostro de quien ha de venir brille en lo alto del cielo. Es conveniente, en esta espera que es de la mujer de Magdala y que es nuestra, muy nuestra, mantener los ojos fijos en una faz aún velada, avivando la esperanza a cada minuto con el recuerdo de su promesa. Sólo esa oscuridad preñada de luz, la misma que ahora contemplan los ojos de María, debe atraer nuestras miradas:
Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores. Como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia (Sal 122, 2).