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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
YO HE CONSTITUIDO MI REY SOBRE SION, MI MONTE SANTO
Cómo seguir a Cristo
Hemos comprendido lo que es la sinceridad de vida. Nos hemos dado cuenta de que los planes de Dios sobre nosotros existen y que hay que descubrirlos; y ahora, al conocer a Jesús, nos preguntamos: ¿cómo podemos seguirle?
Entra en juego la virtud de la generosidad.
Es necesario aprender el a b c de la entrega a los demás y el olvido de uno mismo. Hay que convencerse de que venimos a servir. Un concepto desprestigiado que hay que prestigiar: servir, y el servicio es una realidad que tenemos que vivir todos.
Darse a los demás consiste en estar preocupado por lo que quieren, por lo que puede satisfacer al que tenemos más cerca. Es ceder algo de lo nuestro en beneficio de los demás.
Tenemos conciencia de que hay una serie de cosas en la vida de nuestra familia que la enturbian, que pueden producir disgusto o discusión. Hay que propronerse evitarlas; más aún, llegar a saber de memoria lo que puede alegrar su vida y dárselo. El ejemplo será la exigencia de esa misma entrega a los que conviven con nosotros. Qué cosas más bobas producen mal humor toda una tarde y hacen que los hermanos y los padres se miren con rencor durante un tiempo.
Descubrir temas que puedan interesar a todos, y establecer una conversación, por lo menos, alegre: ¿por qué se dice que los hombres sólo saben hablar de ahorro y preocupaciones económicas en la familia? ¿Y las mujeres de sus quehaceres domésticos? ¿Y los hijos sólo saben pedir dinero a sus padres, sin piedad?
Conocer los gustos y las aficiones de los amigos, saber alabar con cierta discreción o callar cuando podría comenzar una crítica y hablar de otra cosa: «No hagas crítica negativa: cuando no puedas alabar, cállate» (Camino, 443).
Ceder en los criterios cuando se trata de cuestiones opinables. Ir dándose en cosas muy pequeñas, que sabemos agradan a los demás. Realizar un ejercicio constante de olvido de nosotros mismos. Poco a poco iremos viendo con qué naturalidad y discreción actuamos. Lo que se llega a hacer por educación o cortesía, vale la pena llevarlo a Dios y convertirlo en amor. Hay que conseguir dar a nuestra vida esa dimensión profunda que nos hace ver las cosas no desde nuestro punto de vista, sino desde lo alto, desde lo que la voluntad de Dios desea en cada momento.
Cuanto más aprendemos a dar, más felicidad encontramos. Las madres, ¡cuánto saben de entrega! Son capaces de quedarse sin nada, con tal de que los hijos y el marido disfruten y tengan más de lo necesario. Dan, sin que se entere nadie, a escondidas, con una sonrisa que anima a escoger lo mejor. Hay que estar alerta para que no sea siempre ella la que carezca de todo y se encuentre en el último lugar. Es verdad que la madre es feliz cuando da sin esperar ninguna recompensa. Pero hay que pensar en la manera de corresponder, si no el egoísmo de los demás puede llegar a imponerse. Dejarla actuar, pero dándole por otro lado cariño, comprendiéndola cuando le ha sucedido algo que para ella es muy importante, dándose cuenta a tiempo de que necesita descanso o distracción. No se sabe porqué, al comentar cómo las familias deben comprenderse y darse mutuamente, se coloca en primer lugar esa escena que constituye la llegada del marido cansado al hogar. Es verdad, no se puede negar, que el cansancio producido por una ocupación que redunda en favor de toda la familia, hay que tenerlo muy en cuenta; pero hay que saber colocar, también a la misma altura y con el mismo interés, a aquella mujer que todo el día, sin descanso, estuvo y continúa con la preocupación maravillosa de un hogar.
Al hombre, en singular, se le debe exigir capacidad para entender este trabajo, y además cooperación material en él; no degrada al varón terminar de dar la comida a los niños o realizar cualquier otro acto parecido. Forma parte de su entrega a los demás. Si no, se crea en las familias el prototipo de hombre egoísta, que lee el periódico o está de mal humor mientras espera la comida, sin poner nada de su parte y con exigencia, porque tiene que volver al trabajo. Hay que hacerle comprender que él va y viene del trabajo, mientras que su mujer permanece siempre en el lugar de trabajo. Comprensión, ayuda y entrega de uno a otro.
¿Qué decir de los hijos?; la entrega de los hijos a los padres debe consistir, lo primero, en saber escuchar. Siempre se ha dicho que entre generación y generación media un abismo y que la incomprensión —si no se obra con tacto— es una realidad. Hablar de experiencia a la juventud es innecesario, no es oportuno; ya les llegará su momento. Hay que saber valorar las virtudes propias de los jóvenes y hallar el resorte que los pueda unir más a los padres: «es perfectamente comprensible y natural que los jóvenes y los mayores vean las cosas de un modo distinto: ha ocurrido siempre. Lo sorprendente sería que un adolescente pensara de la misma manera que una persona madura. Todos hemos sentido movimiento de rebeldía hacia nuestros mayores cuando comenzábamos a formar con autonomía nuestro criterio; y todos también, al correr de los años, hemos comprendido que nuestros padres tenían razón en tantas cosas, que eran fruto de su experiencia y de su cariño» (Monseñor JOSEMARÍA ESCRIVÁ en unas declaraciones en la revista «Telva», 1-II-68, punto número 13).
En los hijos debe existir, antes de opinar, un aprendizaje previo que les haga valorar esa necesaria confianza con sus padres, que no es coacción, que les ayudará a vivir mejor la libertad.