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Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004
Fac me tibi semper magis credere, in te spem habere, te diligere
Almas de eucaristía: fe, amor, esperanza
El crecimiento de la vida espiritual está directamente relacionado con el crecimiento de la devoción eucarística. ¡Con qué fuerza lo predicó nuestro Padre!
Como fruto de su propia experiencia espiritual, nos empuja a cada una, a cada uno: «¡Sé alma de Eucaristía! —Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!».
El deseo de santidad y el celo apostólico encuentran en la contemplación eucarística su cauce y su fundamento más sólido.
«No comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo largo de los siglos, las sucesivas generaciones de fieles hayan ido concretando esa piedad eucarística».
Cuando Dios se acerca al alma para atraerla a Sí, la criatura debe disponerse con más actos de fe, de esperanza y de amor; debe intensificar su vida teologal, traduciéndola en más oración, más penitencia, mayor frecuencia de sacramentos, más intenso trato eucarístico.
Así se comportó siempre nuestro Padre, sobre todo desde que el Señor empezó a manifestarse a su alma, con aquellos barruntos de amor.
Ya en el Seminario de San Carlos pasó noches enteras en oración, acompañando al Señor en el Sagrario; a medida que transcurrían las jornadas, percibía hondamente la urgencia de estar más con Él.
El camino cristiano es senda esencialmente teologal: fruto del conocimiento sobrenatural, de la tensión al Bien infinito que es la Trinidad, de la comunión en la caridad.
Y la adoración eucarística contiene su expresión más sublime, porque se dirige a Dios tal como Él ha decidido quedarse más a nuestro alcance. A la vez, y por lo mismo, se nos muestra como el medio mejor para crecer en esas tres virtudes.
Nuestro Padre las pedía todos los días, precisamente en la Santa Misa, mientras alzaba a Jesús sacramentado en la Hostia consagrada y en el cáliz con su Sangre: adauge nobis fidem, spem, caritatem!
La fe, la esperanza y la caridad: virtudes sobrenaturales, que sólo Dios puede infundir en las almas y sólo Él puede intensificar.
Pero eso no significa que la recepción de estos dones divinos exima de la colaboración personal, porque en todos sus planes jamás el Omnipotente impone su amor: «No quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad».
Por esto, de ordinario, dispone que su acción inefable esté acogida y acompañada por el esfuerzo de la criatura: admirémonos ante la categoría que nos atribuye.