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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
Los ángeles centinelas
Junto a la puerta abierta por la sangre de un Cordero en las murallas de la tierra, antes infranqueables y ahora reventadas en una brecha que tiene forma de Cruz, María Magdalena es vecina de la eternidad. Allí, en el mismo punto en que cielo y tierra se unen merced a la victoria de Cristo, y con sus ojos cerrados por el llanto a la luz que se derrama desde el otro lado, llora desconsolada la ausencia del ser querido.
Los ángeles, centinelas de lo eterno, hacen su ronda junto a esa puerta que une las dos ciudades: la del hombre y la de Dios. Y, a distancia de centímetros, durante unos minutos, los dos mundos se acercarán sin llegar a tocarse, dialogarán entre sí sin llegar a entenderse. Es una escena maravillosa: la Creación se encuentra, por vez primera desde el pecado de Adán, envuelta en la luz de la eternidad; los seres creados, los astros del firmamento, las aves, los animales de la tierra, los peces del mar, los montes, los ríos y la hierba del campo, vestidos de fiesta, han estallado en el gozo del resplandor recién amanecido; las trompetas de los cielos no cesan de sonar anunciando el jubileo, y hasta esos dos angélicos centinelas lucen su traje de gala mientras hacen la ronda de honor por la puerta hermosa. Y allí, junto a ellos, en medio de tanta luz y tanto gozo, esta mujer se muere de tinieblas, se ahoga en el llanto, se pierde entre las sombras de la tristeza más terrible. Sus ventanas están aún cerradas al brillo del nuevo día, y sus cortinas son tupidas como la muerte. Junto al sepulcro, conversará la luz con las tinieblas, y el diálogo se llevará a cabo con tal finura, con tal suavidad y tal belleza, que apenas nos daremos cuenta de cómo va cayendo el velo de las sombras y se va levantando la que estaba vencida, hasta que su alma se llene del júbilo nuevo, y entonces parezca que todo es cielo esta mañana.
Como los centinelas del Cantar, los dos ángeles se interesan por el llanto de María: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ahora, leyendo a San Juan, sabemos lo que en el Cantar sólo intuíamos: estos centinelas conocen de antemano la respuesta a su pregunta. No interrogan para conseguir una información. Su misión es otra: por un lado, quieren romper los muros interiores de su soledad, interpelándola en busca de un diálogo que la disponga a recibir la luz; por otro lado, esos centinelas, que son también enviados y mensajeros del Señor de la mañana, están buscando una declaración de amor. Es el estilo de Jesús de Nazaret. No hay duda; Él anda cerca.
Pobreza y riqueza en María Magdalena
Las palabras con que María de Magdala responde a los ángeles: «se han llevado a mi Señor, y no sabemos dónde lo han puesto», guardan una estrecha relación con la réplica de la Amada del Cantar a los centinelas. En ambos casos, se trata de una respuesta formulada desde dentro del ámbito amoroso, ininteligible para quien no se halle inmerso en la relación.
Por vez primera, los ángeles no logran romper la intimidad de la Magdalena. No hay sobresalto alguno en ella, sino que más bien parece no prestarles excesiva atención. El diálogo queda cortado tras estas palabras, y la mujer prosigue en su llanto como si nada hubiera sucedido.
Yo sí quisiera prestar una atención infinita, porque están pasando ante mis ojos realidades sublimes, y pido a Dios me conceda cerrar fuertemente los dedos para que no escape ni una gota de esta agua. Si a María ya no es capaz de embelesarla ni tan siquiera un ángel, es porque todos sus sentidos y potencias están absortos en una belleza infinitamente mayor, o, mejor dicho, están demasiado ocupados en echar de menos esa belleza. En el amor a Jesucristo, la Magdalena ha llegado a una de las cumbres más altas que pueda conquistar el alma humana: de tal manera busca a su Señor, que cualquier ser creado, por hermoso que sea, ha dejado de interesarle, y está dispuesta a dejarle pasar. María de Magdala ya no se conforma con menos que Cristo, y, a su lado, hasta la belleza de los ángeles se le hace estorbo. Años más tarde, y desde esa misma cumbre, Pablo de Tarso, el ñero enamorado, escribirá:
Todo lo doy por perdido, y lo tengo por basura, con tal que gane a Cristo (Flp 3, 8).