Página inicio

-

Agenda

22 abril 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

VOY A PROMULGAR UN DECRETO DE YAHVE. EL ME HA DICHO: «TU ERES MI HIJO, YO TE HE ENGENDRADO HOY»
Paternidad y filiación
Cristo ha venido a la tierra para redimirnos. Aquella promesa que Dios Padre hizo en el Paraíso terrenal a la primera pareja, está a punto de cumplirse.
El Hijo de Dios vivo, el Único que puede reparar la ofensa, se encuentra entre sus hermanos los hombres. Ha venido a enseñarnos con su vida una doctrina que viviremos después, a través de todos los siglos. Es el perdón de Dios, es la redención del hombre, realizada por el mismo Dios hecho hombre.
Durante toda su vida pública, Cristo se dedica a predicar, constantemente habla de su Padre, para que nos vayamos familiarizando con El. Repite incansablemente que ha venido a cumplir su voluntad, y al mismo tiempo deja escrito que «mi Padre y Yo somos una misma cosa», para que conozcamos que El también es Dios.
Hasta que El llega, la Tierra entera gime en espera del Redentor. Es una espera larga pero confiada.
Dios ha cumplido siempre sus promesas, Dios no se hace esperar. El corazón de cada uno de nosotros advierte la presencia del Redentor, y, a semejanza de aquellos primeros que rodeaban a Cristo constantemente, día y noche —porque se daban cuenta de que les amaba—, nos acercamos a El y escuchamos sus divinas palabras.
Jesús habla; la multitud no le deja casi respirar, y entre aquel gentío se escucha una voz que llega hasta Jesús. Ahí fuera, le dicen, te esperan tu Madre y tus hermanos. Que cosa más natural. La Virgen y los más íntimos, los que tenían con El, además, el parentesco de la carne, quieren verle.
Sorprende Jesús, pero esta vez consigue llegar a la profundidad de nuestro corazón. «¿Quiénes son mi Madre y mis hermanos?». Suponemos que aquel o aquella que le transmitió el recado se quedaría perplejo, incapaz de comprender esta respuesta. Pero Jesús continúa: «mi Madre y mis hermanos son aquellos que cumplen la voluntad de mi Padre que está en los Cielos».
El silencio que se produjo en la multitud no lo describen los evangelistas, pero desde aquí lo sentimos. Un silencio lleno de palabras y de preguntas y de miradas agradecidas.
O sea, que Cristo, decimos, es mi hermano. Y Jesús nos dice que sí.
Es decir, que Dios es mi Padre. Y Jesús repite muchas veces que sí.
Dios mismo lo manifiesta con palabras en el Bautismo de Jesús: «Este es mi Hijo muy amado en quien he puesto todas mis complacencias». Ya no sentimos el abandono, ahora podemos comprender con más claridad las cosas que Cristo nos va explicando. Ahora ponemos más atención. Es el momento de meditar en esa Paternidad divina que Cristo, el Hijo de Dios vivo, en el misterio de su Encarnación, Pasión y Resurrección, ha adquirido para nosotros.
Hemos sido recibidos como hijos adoptivos de Dios, no con una adopción jurídica —como sucede en la tierra—, sino con una adopción real. Somos hijos de Dios.
El sentirnos hijos de Dios, hace que demos a todas las cosas que nos rodean un sentido distinto. Nace un orgullo lícito al reconocer como Padre a Dios: «Padre —me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central—, pensaba en lo que usted me dijo..., ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, "engallado" el cuerpo y soberbio por dentro..., ¡hijo de Dios!» (Camino, 274).
Engallar el cuerpo ante las obras de nuestro Padre, el mundo con todos sus atractivos buenos, la naturaleza que conserva todavía el sello de la mano de Dios, imprimido en la Creación. ¿Quién de nosotros ante la naturaleza no ha sentido el deseo de alabar al que hizo tal maravilla ?
¡Es nuestro Padre! Es El, el que gobierna nuestros días. Con qué orgullo enseñan los niños a sus amigos aquel dibujo hecho por su padre. Lo hizo papá, y al decirlo se les llena la boca y miran a su amigo para ver qué dice. Es imposible decir que no gusta aquello que lleva tanto amor en la presentación.
Esto que tienes entre las manos lo ha hecho el Padre. Esto que te ha sucedido lo sabe el Padre. Si tienes necesidad de amor, llámale: ¡Padre!
Nuestro Padre está lleno de Misericordia, de Bondad y Amor, es Providencia..., miles de atributos que podríamos ir dándole, según nuestro modo de entender y de enfocar las cosas. «Ninguno de esos atributos los ejercita por separado. Todos al mismo tiempo suceden» (FRANCISCA JAVIERA DEL VALLE, Decenario al Espíritu Santo, Rialp, Madrid).
Nosotros, hasta ahora distraídos, con todas las cosas ajenas a Dios, al recibir esa moción del Espíritu Santo, volvemos la mirada al Padre. Vamos a comenzar a tratarle con palabras sencillas que, como es lógico, se refieren al descubrimiento que acabamos de hacer. Y la conversación con Dios se desarrolla de un modo normal. Diálogo que recoge sensaciones, inquietudes, alegrías, preocupaciones y deseos de esclarecer, en la vida personal, cualquier desazón. En este trato, sin interrupción, nos habituamos a que Dios forme parte de nuestra vida. Le entregamos, lo primero el corazón de hijo; un corazón algo frío, endeble, que ha olvidado lo que es amor, para recibir de Dios el calor de amor que necesita.
Nos proponemos con auténtica determinación encaminar la vida a Dios para tratar de conseguir la intimidad. Es natural que en esta primera relación Padre- hijo encontremos alguna dificultad. Distracciones, deseos de volver a lo que dejamos atrás. Después de vencer, estas pequeñas tentaciones son ocasión de mérito sobrenatural.
Desde arriba, ahora con Bondad, el Padre contempla el forcejeo y nos envía la gracia necesaria para que las venzamos.
Esta disposición de docilidad y de esfuerzo es, precisamente, la que nos consigue la gracia suficiente para vencer. Y en ese quiero y no quiero, nos acompaña la sonrisa de Dios. Si dejáramos de luchar, dejaríamos de merecer.