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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
La grandeza de la maternidad divina (1 de 2)
El Verbo se hace carne y habita entre nosotros. Misterio inmenso y a la vez entrañable para un cristiano; para un cristiano que ha de poseer la madurez humana y que, precisamente por eso, ha de esforzarse por hacerse niño delante de Dios, siguiendo así el consejo de Cristo. Sobre esta actitud se expresa con vigor San Clemente de Alejandría: «Se nos llama niños. Nosotros acogemos con complacencia este denominativo. Porque somos siempre jóvenes, siempre niños, siempre nuevos.
¿Es que acaso podrían no ser nuevos los que participan en la nueva Palabra? Por tanto, niños quiere decir que para nosotros toda la vida es una primavera. Porque en nosotros la Verdad no conoce ocaso ni vejez».
La Virgen Santísima es la Madre de Dios desde el momento de la Anunciación; escena inefable que se contempla al rezar el Santo Rosario.
No olvides, amigo mío, que somos niños. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración.
Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino...
—Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena:
El Arcángel dice su embajada...
Quomodo fiet istud, quoniam virum non cognosco? —¿De qué modo se hará esto si no conozco varón?
La voz de nuestra Madre agolpa en mi memoria, por contraste, todas las impurezas de los hombres..., las mías también.
Y ¡cómo odio entonces esas bajas miserias de la tierra!... ¡Qué propósitos!
Fiat mihi secundum verbum tuum. —Hágase en mí según tu palabra. Al encanto de estas palabras virginales el Verbo se hizo carne.
Va a terminar la primera decena... Aún tengo tiempo de decir a mi Dios, antes que mortal alguno: Jesús, te amo.
El ángel se retira. Jesús ya está en el seno de su Madre.
Este momento es crucial en la historia de la humanidad.
Santa María, dotada entonces de una especialísima gracia del Espíritu Santo, y a la vez con total libertad, asiente gozosa a ser la Madre de Dios, con pleno conocimiento de lo que ese hecho supone, tanto de alegría como de sacrificio. Por eso su consentimiento es meritorio, y además lo realiza en nombre propio y en el de la humanidad.
Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre —sin confusión— la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios.
Como es lógico, ya desde los comienzos del cristianismo era firme la fe en la revelación de la Virgen Madre de Dios, como se comprueba por los primeros símbolos de fe y los testimonios de los más antiguos Padres de la Iglesia.
Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Éfeso proclamó que «si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por eso la Santísima Virgen es Madre de Dios, puesto que engendró según la carne el Verbo de Dios encarnado, sea anatema».