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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
La soledad que albergan las tinieblas
Inquieta, la Amada extiende sus brazos preguntando al lecho: palpa nerviosa hasta el último de los rincones, pero la respuesta es soledad. Él ya no está. Se ha perdido entre las sombras, se ha desvanecido a la vez que la luz, porque él era la luz. Y, sin embargo, antes de caer vencida por aquel terrible sueño, él estaba allí, junto a ella. Bastaba extender un dedo para sentir su presencia, bastaba llamarle en voz muy baja para sentirse escuchada y obtener una respuesta que era voz y era palabra. Ahora, enloquecida por la tristeza, le llama una y otra vez, en voz baja primero y finalmente a voz en grito... Pero sólo responde la noche, el silencio, el vacío más desgarrador.
¿Adonde se fue tu amado, oh la más bella de las mujeres? ¿Adonde tu amado se volvió, para que contigo le busquemos? (Ct 6, 1).
El Señor ya no está. Durante día y medio, mientras estuvo preparando los perfumes para ungir su cuerpo, no quiso pensar en nada más. Su único horizonte terminaba en la mañana del primer día, cuando tras mover la piedra sus ojos volverían a encontrar el rostro más querido. No deseaba, no podía mirar más adelante. Pero ahora el horizonte se ha roto como un espejo de muerte, y detrás no hay nada. El Maestro ya no está, y todo ha quedado a oscuras. Al igual que Pedro, María Magdalena tuvo que hacer frente aquella mañana a un mundo sin Cristo.
Yo sé que, para muchas personas, esto no constituye una tragedia, y también sé que estas personas no podrán entender jamás el alcance de la misma. Desgraciadamente, son muchos los seres humanos que hoy día han plantado su tienda en medio de la noche. Hay una cultura de las sombras, que es una cultura de la muerte y una pasión por el vértigo de la nada. También sé que, por ello, la noche está llena de risas, como lo está de alcohol, de sexo, de juego y de pasiones desatadas. Hoy, como ayer, como siempre, las tinieblas le siguen perteneciendo a su príncipe, y esta afirmación se me antoja en ocasiones más literal de lo que pudiera pensarse. El atractivo que para muchos de nuestros jóvenes tiene la noche nunca ha dejado de asustarme. Fácilmente se descalifica a quien expresa estos temores, y los padres en ocasiones ni se atreven a exponerlos ante sus hijos, por miedo a que sus preocupaciones sean tachadas como irracionales entre una avalancha de reproches. Y, sin embargo, muchos de esos padres que no han sido capaces de enfrentarse a sus hijos cuando se marchaban, después de haberse repetido una y mil veces los mismos argumentos que ellos les darían, y hasta de haberse convencido de que nada hay que temer de la noche que no haya que temerlo también del día, permanecerán insomnes hasta que el chirrido de los goznes de la puerta les acune en la seguridad de que, una vez más y quizá por un nuevo milagro, sus hijos han sobrevivido a las tinieblas.
El miedo a la oscuridad nos acompaña desde que nacemos hasta que morimos, y va impreso en nuestra naturaleza como una señal de alarma puesta por el mismo Dios, Padre tierno y sabio que avisa a sus hijos del gran peligro. A lo largo de nuestra vida, este miedo desaparece en su forma externa y se va aposentando en lo profundo del alma, hasta el punto de parecemos algo irracional. Ya no nos asusta apagar las luces cuando dormimos, pero el verdadero miedo a la noche mora en nuestra conciencia como algo que sobrevive a lo razonable. Y, dígase lo que se diga, cuando ese miedo se extirpa y el hombre desafía alocadamente a las tinieblas, tiene mucho que perder, si no lo ha perdido ya. Ante la aparentemente lógica acusación de irracionalidad y moral anticuada, las estadísticas de crímenes, accidentes y desgracias acaecidas en esas noches de nuestros jóvenes (aun cuando las peores de esas desgracias no figuren en ninguna estadística) se muestra a nuestros ojos como el zarpazo de una realidad que no respeta los razonamientos.
La simbología sagrada no es tan sólo un código útil para leer la Escritura; por encima de eso, es una forma de mirar la realidad, bajo la cual ésta se sitúa en relación con su Hacedor y desvela contenidos eternos y sumamente trascendentes. La Escritura, en este sentido, es la escuela donde aprendemos un lenguaje que nos permite entender al Señor de la Historia. Y, en este código poético de símbolos sagrados, la noche representa la ausencia de Dios, y, por tanto, el dominio del pecado y de Satanás. La victoria de Jesucristo sobre el mundo de las sombras, que se hace patente en el alma en gracia, no excluye del imperio del Maligno a aquella parte de la realidad donde no se ha dejado entrar a Cristo. No es casualidad que, tantas veces, allí donde se vive sin Dios, la noche se convierta, por su complicidad, en un lugar sumamente atractivo.
Pues los que duermen, de noche duermen, y los que se embriagan, de noche se embriagan (1 Ts 5, 5).
La simbología bíblica es más certera de lo que a veces pensamos. Gran parte de esos ambientes nocturnos en que se mueven nuestros jóvenes son, verdaderamente, mundos sin Dios, en los que el hombre se queda a solas con sus recursos y busca en ellos el sucedáneo de la felicidad, la anestesia que adormezca el dolor del alma separada de su Creador.
Es verdad. Para muchas personas, la vida sin Cristo no constituye un tormento insufrible. Al menos, así lo parece. Desgraciadamente, también es verdad que muchas de estas personas jamás conocieron a Jesús de Nazaret, y esto les ha permitido habituarse a la oscuridad como aves de la noche. No soy quién para juzgarles, y menos aún para condenarles. Desde luego, yo quisiera que todos ellos conocieran la luz inmensa que brota del Hijo de Dios hecho carne, y ojalá pudiera o supiera gritarlo más fuerte, con un grito que desgarrara cielo y tierra. Pero sí sé decir que comprendo muy bien a la Magdalena y a Simón. También para mí, después de haber conocido a Cristo, la vida sin él se me haría insoportable. Este privilegio del amor lo tenemos también los pecadores: podemos amar a Jesús, podemos enamorarnos de Él, y a partir de entonces, las realidades creadas no vuelven jamás a ser lo que antes se nos figuraban; a partir de entonces, si los seres de este mundo no nos hablan del Amor de nuestra vida, dejarán en el alma un regusto de amargura que ningún bálsamo humano puede endulzar. Y, sin embargo, sabiendo esto como no sé ninguna otra cosa, diariamente me sorprendo traicionando a mi Señor. Es la lucha de mi vida, en la que principalmente está en juego la gloria que Dios pueda recibir de mí, pero también es la lucha por mi propia felicidad, ya inalcanzable si no es de la mano de Cristo.
Sé que muchas personas, temerosas de aparecer como faltas de humildad, no se atreven a decir que aman a Cristo, o que no saben vivir sin Él. Se recurre entonces a expresiones pretendidamente humildes o piadosas como «quiero quererle» o I>«no sé amar a Dios». Con todo respeto hacia quienes así hablan, a mí estos rodeos me parecen una idiotez. ¿No proclama a los cuatro vientos el joven enamorado el amor que siente por un ser de carne? ¿Está diciendo por ello que él sea mejor o peor? ¿No confesó Pedro, cuando su pecado estaba más al descubierto, junto al lago de Genesaret, que amaba a Jesús? No hay mérito en el amor, porque es un don, y eso hace que un pecador pueda amar a Jesucristo con toda su alma. ¿O es que sólo podemos hablar de nosotros mismos para resaltar nuestra ponzoña? Yo amo a Jesucristo, no puedo vivir sin Él, y no siento ninguna vergüenza por decirlo, antes bien, quisiera gritarlo al oído de tantos corazones fríos y desamorados que convierten la piedad en una técnica, o al de tantos otros que confunden el amor con el mero goce animal, sin el cual, y también esto quiero gritarlo con toda el alma, sí que se puede vivir.
¿Sentía vergüenza Pablo, enamorado hasta la médula, cuando gritaba: «para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21)? No la sintamos nosotros, si de verdad el fuego de su amor ha prendido en nuestras almas.