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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
YO HE CONSTITUIDO MI REY SOBRE SION, MI MONTE SANTO
El joven rico
Nos encontramos ahora con un joven que también fue mirado con amor, con un amor de predilección.
El joven, que era muy rico, había oído hablar del nuevo Profeta; llegan a sus oídos las alabanzas del pueblo y siente curiosidad.
Además de rico, era bueno. Desde su juventud, nos dice el Evangelio, había observado los Mandamientos y por eso va con seguridad a encontrarse con Jesús. Seguramente le acompañaban sus criados; la bondad de su corazón le da un cierto atractivo. Al pasar deja una huella de admiración; todos se apartan para que llegue hasta Jesús.
El joven —sin nombre— tal vez prepararía con cariño las preguntas y casi las respuestas. Está inquieto, ansioso por saber qué le dirá el Maestro bueno.
Toda su vida debió recordar el joven rico ese trayecto —lleno de ilusiones y esperanzas— desde su casa hasta el encuentro con Jesús; iba tan contento. La alegría y seguridad de andar en el bien le dan esa fuerza especial. Es un hombre feliz: «he cumplido todo desde mi juventud».
El Señor, ante el acercamiento de un corazón limpio, se estremece y se prepara a pedir.
Podía haberle pedido limosna, alojamiento para El y sus discípulos, comida para unos cuantos días. Todo lo hubiera dado el joven rico y, además, con generosidad.
Pero Jesús sorprende a todo el auditorio, porque, como a la Magdalena, se lo pide todo: «ve y vende cuanto tienes, dalo a los pobres y luego ven y sígueme».
Al joven rico, a pesar de su bondad, no le basta la mirada de amor que le dirige el Señor. Necesita que se lo pida con palabras. ¿Cómo es posible que no intuya el amor de Cristo? ¿Es que no ve la mirada suplicante? ¡Qué torpeza!
El joven se asusta, es egoísta. Está apegado a todo lo suyo, incluso a su bondad. Sin embargo, sí que entiende la llamada divina, porque sigue diciendo el Evangelio: «abiit tristis». Se fue triste. Desde entonces la tristeza es la compañera de su vida.
¿Por qué no queremos ver? ¿Por qué no acudimos a la llamada suplicante de un Dios?
Estamos aferrados al trabajo, a las preocupaciones, no somos capaces de dejar unas ideas o un fin propuesto por nosotros mismos y entender esa mirada de Jesús.
No sólo lo material aparta de Cristo. Puede ser un juicio mantenido, una idea expresada tantas veces y que nos cuesta cambiar. Un camino fácil que hemos organizado por nuestra cuenta.
¿Cuántas veces buscaría Jesús con la mirada al joven rico? Esta mirada que deja en el alma un recuerdo imborrable, que nos hace sentir insatisfacción cuando no se responde y que no se puede llenar con nada: «se fue triste».
La negación de Pedro
Otra vez consideramos la mirada de Cristo. Pedro, el apóstol, ha renegado por tercera vez: «yo no conozco a tal hombre», dice con insistencia y muy molesto por las preguntas que le van haciendo.
Ya está arrepentido y no puede llorar; hay una fuerza que le hace correr y huir de aquel sitio, donde el Maestro sufre: ¿qué le dirá ahora?, y otra que le lleva cada vez más cerca a ese encuentro que desea con fuerza: ¡no puede más!, y por fin el encuentro se realiza.
En medio del sufrimiento los ojos de Cristo buscan los de Pedro, no es una mirada de reproche, es una mirada de perdón. Jesús ha perdonado. Tampoco aquí median palabras. El amor entiende de miradas.
Vuelve la serenidad al apóstol y ya puede llorar. Cuenta la tradición que todos los días de su vida Pedro lloró su pecado y que en sus ojos se hicieron unas profundas huellas, por donde caían las lágrimas. El amor le lleva de la mano a la explicación de su falta. Cicatriza la herida. Pedro no olvida nunca la mirada del Señor.