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16 marzo 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

El discípulo amado ante el sepulcro
El parentesco entre la Madre del Señor y San Juan nos lleva ahora al seguimiento de los pasos del apóstol. La plenitud de fe de la Virgen María se correspondía con un alma plenamente abierta a lo divino, en la que la luz del nuevo día entró desde el comienzo, tomando posesión de lo que siempre fue suyo. No podemos afirmar en el discípulo amado esta plenitud de fe; pero sí sabemos, y lo hemos contemplado, que su espíritu era sumamente receptivo ante lo sobrenatural.
Esos ojos de águila, que penetraron los horrores del Calvario y nos narraron la escena como si la estuvieran contemplando desde la calma de la eternidad, se situaban ante una realidad siempre transparente, siempre locuaz, siempre mensajera de los designios de Dios. Al referirse en su evangelio a los milagros de Jesús, les llamará «signos», porque ante sus ojos adolescentes esos prodigios desvelaban un torrente inagotable de sentido que iba mucho más allá de la materialidad del suceso. De ahí que se recree detenidamente en la narración de los milagros, sabiendo que con ello está dejándoles expresar la feliz noticia de que son portadores.
Y cuando llega la hora de escribir, con palabras humanas, el momento más luminoso de su vida, aquel en que su alma se llenó del gozo de la resurrección de Cristo, será tan lacónico como expresivo: «vio y creyó» (Jn 20, 8). No había creído hasta entonces plenamente, y así nos lo da a entender. No permaneció en vela, como la Virgen, pero su sueño era ligero. Había presentido la luz, había espabilado el alma con el tímido rayo que presintió tras el anuncio de María Magdalena. Y esos ojos, que estaban acostumbrados a una forma concreta de mirar y ser mirados siempre a través de la transparencia de los signos visibles, salieron corriendo en busca de su signo, como corre el amante de la luz en busca de la ventana a primera hora de la mañana.
Vio y creyó.
Vio con los ojos, y a la par se abrieron todas las cortinas de aquella fe golpeada, y su alma se llenó de luz.
En (la Palabra) estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz.
La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1, 4-9a).
«Vio y creyó»
significa que, ante los ojos de Juan, una vez más la realidad se hizo transparente, y el sepulcro vacío de Jesús de Nazaret se convirtió en un torrente inagotable de luz que deslumbraba suavemente la retina del alma y llenaba de una extraña paz el corazón. No hay exclamaciones, ni alarmas, ni gritos de júbilo. El discípulo amado, como su Madre, guardó en el corazón aquel momento íntimo y dejó que en lo secreto sus entrañas se empaparan de nuevo con el gozo del Dios vivo. Ni siquiera sabemos si, más adelante, en aquella mañana, vio al Señor. Pero tampoco nos hace falta porque, en el lenguaje y desde la sensibilidad del discípulo amado, en ese momento ya estaba viendo al Señor como siempre le vio: en los signos.
Ante él, ese sepulcro que para Pedro no era sino la constatación de un estrepitoso fracaso, y dentro del cual yacían unas vendas posadas en el suelo y un sudario plegado en un lugar aparte, tenía todo el jubiloso colorido del dormitorio de un hombre que ha despertado y ha salido de casa a primera hora, dejando abierta la habitación para que el aire fresco despeje los últimos hedores de la muerte. Visto así, desde los ojos de Juan, el sepulcro habla, y habla poderosa y gozosamente con un grito que, después de dos mil años, nadie ha conseguido extinguir.
Más aún: contemplado desde esos ojos de fe, el sepulcro de Jesús de Nazaret son los labios abiertos de una tierra redimida que grita sin cesar la noticia de su Autor. Ahora es ella la que entona el canto con palabras inspiradas: Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza (Sal 50, 15).
Y por eso, especialmente esta mañana, la tierra, por los labios abiertos de una tumba, se hace dueña de las palabras de un salmo que transcribí al inicio de este epígrafe, y que quiero repetir ahora, situado en el huerto de José de Arimatea, frente a una cueva que es altar, cámara nupcial y alcoba abierta de quien ya no está ahí.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito: me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre roca, y aseguró mis pasos; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor (Sal 39, 2-4).