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15 marzo 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

Su ida al Cielo
A primeros de abril de 1970, Mons. Escrivá de Balaguer inició un viaje de penitencia para rezar expresamente por la Iglesia en varios santuarios marianos. En mayo fue al de Guadalupe, en México, en donde realizó una novena a la Madre de Dios del 16 al 24 de ese mes. Era la primera vez que rezaba en esa Basílica. En su encuentro inicial ante la Virgen de Guadalupe se quedó absorto en oración durante hora y media. Los días siguientes hizo la novena desde una tribuna del santuario. Allí pasaba las horas rezando, algunas veces en voz alta, en una intimidad completa y confiada. Le decía: Te ofrezco un futuro de amor, con muchas almas. Yo —que no soy nada, que solo no puedo nada— me atrevo a ofrecerte muchas almas, oleadas de almas, en todo el mundo y en todos los tiempos, decididas a entregarse a tu Hijo, y al servicio de los demás, para llevarlos a Él.
Madre mía —le pedía— hazme niño, para que pueda yo estar en tus brazos y me puedas apretar contra tu corazón.
Después se quedó un mes más en México, haciendo una profunda catequesis con grupos pequeños o de miles de personas. Un día, en Jaltepec, dirigió la palabra a unos sacerdotes. Al terminar, se retiró fatigado a una habitación; había en el cuarto un cuadro de la Virgen de Guadalupe dándole una rosa a Juan Diego. Le dijo el Padre a quien le acompañaba: Así querría morir: mirando a la Santísima Virgen, y que Ella me dé una flor. Y Dios oyó su plegaria, porque acababa de mirar una imagen de la Virgen de Guadalupe que hay en el cuarto donde trabajaba cuando su corazón cesó de latir.
Esto ocurrió al mediodía del 26 de junio de 1975; cinco años después de esta estancia en México: cinco años de predicación incesante en numerosos países. El día de su fallecimiento había celebrado la Santa Misa votiva de la Virgen, después de hacer —como siempre— media hora de oración. Más tarde fue a ver a sus hijas a Castelgandolfo, y allí les habló del alma sacerdotal que todo cristiano ha de tener, y les dijo casi al terminar: me imagino que (...) de todo sacáis motivo para tratar a Dios y a su Madre bendita, Nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nuestros Ángeles Custodios, para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo, en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia, y al Papa, cualquiera que sea. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servicio para su Iglesia y para el Santo Padre.
Tuvo que interrumpir la charla a los veinte minutos, porque se encontró indispuesto. Esperó en Castelgandolfo unos instantes para reponerse, e hizo el viaje de vuelta a Roma sereno y contento.
Al llegar, poco antes de las doce, saludó al Señor en el oratorio con una genuflexión pausada, devota, acompañada de un acto de amor, como solía hacer. A continuación, subió a su cuarto de trabajo y miró el cuadro de la Virgen de Guadalupe que está en la habitación, y se desplomó en el suelo. Se pusieron todos los medios posibles, tanto espirituales como médicos, para que se recobrase. Pero a pesar de los esfuerzos que se llevaron a cabo, no se recuperó del paro cardíaco. Los dos únicos que estaban presentes cuando el Padre entró en la habitación fueron Mons. Álvaro del Portillo y Mons. Javier Echevarría.
El primero escribió: «Para nosotros, ciertamente, se ha tratado de una muerte repentina; para el Padre, sin duda, ha sido algo que venía madurándose —me atrevo a decir— más en su alma que en su cuerpo, porque cada día era mayor la frecuencia del ofrecimiento de su vida por la Iglesia».
Mons. Javier de Echevarría explica así lo sucedido: «La última vez que le vi en vida, pocos segundos antes de dejarnos en la mañana del 26 de junio de 1975, puso con ternura su mirada en la imagen de la Virgen de Guadalupe, ¡en Ella!, que ya le esperaba impaciente, para acompañarle en el paso que separa la tierra del Cielo: de la mano de Nuestra Señora entró el Padre en la morada eterna, para recibir de Dios ese abrazo interminable que con tanto ardor deseó desde su adolescencia. Santa María se ocupó de hacerle realidad, a partir de entonces con nuevas y definitivas características, la jaculatoria que, para descubrir la Voluntad divina, se compuso el Fundador del Opus Dei: Domina, ut videam! Desde ese mediodía romano, Nuestra Madre abrió la mirada, para siempre, a quien tan incansablemente esperó ver el rostro de Dios».
A lo largo de su vida había ido creciendo en su corazón un apasionado amor a la Madre de Dios, desde su infancia hasta el fin de su caminar en este mundo. Un amor fiel hasta el último momento, como el 17 de mayo de 1992, día de la beatificación del Fundador del Opus Dei, rememoraba el Romano Pontífice Juan Pablo II: «en los últimos momentos de su vida terrena monseñor Escrivá dirigió una intensa mirada al cuadro de la Virgen de Guadalupe, que tenía en su habitación, para encomendarse a su intercesión maternal y pedirle que lo acompañara hacia el encuentro con Dios».
Con sus palabras, con sus escritos, y sobre todo con su vida, el Beato Josemaría cumplió la misión que Dios puso en su alma, con una respuesta siempre generosa. De esa herencia, él —en su humildad— decía a sus hijos del Opus Dei: Si en algo quiero que me imitéis, es en el amor que tengo a la Virgen.