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Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004
Plagas, sicut Thomas, non intueor, Deum tamen meum te confiteor
La actitud inicial de Tomás
Ocho días después de la Resurrección de Jesús, en el Cenáculo, Tomás mira al Señor, que le muestra sus llagas y le dice: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel» (Jn 20, 27).
Nosotros, en la Eucaristía, nos encontramos también realmente ante su cuerpo glorioso, aunque a la vez en estado de víctima —Christus passus— por la separación sacramental del cuerpo y de la sangre.
«El sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio.
En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía "pan de vida" (Jn 6, 35 y 48), "pan vivo" (Jn 6, 51)».
Podemos pensar que el Apóstol Tomás, cuando prendieron a Jesús en Getsemaní y después —ante el "fracaso humano" de Cristo—, se sentiría desconcertado, defraudado, desesperanzado.
Quizá su hundimiento interior fuese especialmente emotivo y por esto le costase, más que a los otros diez, aceptar la realidad de la Resurrección del Señor.
Se le hizo particularmente difícil volver a creer en Jesús, esperar de nuevo en Él, llenarse otra vez de sólida ilusión; en pocas palabras: amarle y sentirse amado por Él. Y puso condiciones.
Dios se ha revelado progresivamente, y el curso histórico de la Revelación de alguna manera se traduce a nivel personal en el itinerario de fe de cada uno.
Cualquier nuevo paso en ese camino significa un abandono interior también "nuevo", que resulta más costoso, que obliga a una mayor identificación con Cristo, muriendo más y más al propio yo.
Y nos conviene estar prevenidos, porque la reacción de Santo Tomás puede también asomarse a nuestra alma: una actitud de incredulidad, de resistencia a creer sin vacilación, a creer más: no nos extrañemos ni nos asustemos.
Para salvar este inconveniente, repitamos con más fe ante el Sagrario y en otras ocasiones: Dominus meus et Deus meus! (Jn 20, 28).
Los Apóstoles creían en Jesús como profeta y enviado de Dios; como Mesías y Salvador de Israel; como Hijo de Dios.
Pero se habían formado una idea inexacta de cómo se actuaría esa salvación y qué formas asumiría el Reino de su Maestro.
Los anuncios que Cristo puntualizó sobre su pasión y muerte, al menos tres veces, no los entendieron del todo. Luego, en parte por su indolencia y en parte por toda la tragedia de la pasión, los acontecimientos les pusieron violentamente ante el plan de Dios, y todos naufragaron excepto San Juan.
Y les costó, de modo particular a Santo Tomás, aceptar la realidad gloriosa de Cristo resucitado. Pero las diversas apariciones del Señor resolvieron sus reservas, y el mismo Tomás superó su flojedad espiritual, como acabo de mencionar, con un maravilloso acto de fe y de amor: Dominus meus et Deus meus!