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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
YO HE CONSTITUIDO MI REY SOBRE SION, MI MONTE SANTO
Conocimiento de Cristo
Para vivir, la sinceridad con Dios es necesario conocerle. Un conocimiento claro de esta realidad de Cristo en nosotros y, como una consecuencia inmediata, amarlo. Amarlo y amar la voluntad que viene expresada por esa petición que supone nuestra entrega, que va desde lo más pequeño, como puede ser la negación de un capricho, a la entrega completa de nosotros mismos a Dios. Se impone el conocimiento de Cristo: ¿qué idea podemos tener de El? ¿Cómo contemplamos esa Humanidad Santísima?
Naturalmente que cada uno de nosotros, utilizando la imaginación, podría describir al Señor de modos diferentes, pero recorriendo los Evangelios encontramos constantemente muchas frases y gestos del Señor que nos pueden ayudar a conocerlo más, a reproducir una imagen que nos mueva a quererle.
Dicen los Salmos que era «el más hermoso entre los hijos de los hombres». Atrae la atención su figura. Alto, de porte sereno, con una gran personalidad. Nadie se queda indiferente: «o se le ama, o se le odia» (en palabras de Mons. Escrivá de Balaguer). Activo, de movimientos rápidos. Jesús pasa al lado de las gentes, que sin querer se vuelven, unos para mi¬rarle y otros para seguirle. Su figura se recorta en el mar, en el monte o por los caminos polvorientos de Galilea. Jesús no pierde el tiempo.
Su presencia, llena de serenidad, calla a los escribas y fariseos, los hombres cultos de aquella época.
A quienes le conocen en su vida oculta, les produce admiración: ¿Acaso no es este el hijo del Carpintero? ¿Y no son sus hermanos...?
Su pisar es firme y recio. Al mirarlo, si hay generosidad en las almas, se le sigue sin preguntar adonde va.
Ha venido a conquistar un reino perdido, el reino de las almas que tanto le va a hacer sufrir. «He venido a salvar lo que estaba perdido».
La huella de su paso no queda vacía. Se le sigue. Al principio sólo unos pocos. En poco tiempo la multitud, embobada, se agolpa en torno suyo y no le deja andar. Por todas partes, Jesús se encuentra rodeado de mujeres y hombres que no han podido resistirle. Ya desde el primer momento el Señor explica quién es y a lo que viene: «Mi Padre y Yo somos una misma cosa».
Y encontramos situaciones como las de aquel ciego de nacimiento que grita sin cesar: «Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí», sin respetos humanos, no hace caso de los que le hacen callar, hasta que consigue su curación.
O aquella otra mujer que en medio del gentío piensa: «si logro tocar solamente la orla de su vestido...».
¿Por qué no arrastra ahora la figura de Jesús?
Falta fe para acercarse a los miles de Sagrarios donde sabemos que espera para curarnos también de nuestras dolencias: «No seas tan ciego o tan atolondrado que dejes de meterte dentro de cada Sagrario cuando divises los muros o torres de las casas del Señor. El te espera» (Camino, 269).
Con sólo tocarle, a veces, y otras con gritos, arrancaremos del Señor esa salud que necesita nuestra alma.
¿Qué tendría la mirada de Jesús?
Hay una mujer que nos lo podría haber contado y no lo hizo. Pasa como una sombra por el Evangelio, se sabe de su existencia porque el mismo Señor quiso que constara «se predicará en todo el mundo lo que esta mujer ha hecho conmigo».
Dicen que en ella moraban los siete pe¬cados: se llama María. Es una pobre mujer que de pronto ha encontrado cómo llenar el vacío de su vida. No se nos dice dónde fue el primer encuentro con el Señor, pero nos lo imaginamos.
En uno de esos momentos en los que el Señor realizaba uno de sus viajes apostólicos se debieron cruzar en el camino.
A ella le llamaría la atención el gentío que iba tras El y saldría de su indiferencia para mirar.
María ya no puede vivir. Hay algo en ella que se despierta, algo que creía ya perdido. No reflexiona, no necesita pensar qué puede sucederle. La mirada de Jesús la sigue noche y día, y su decisión es firme porque ha conocido al Amor.
¿Qué puede dar ella? Y al romper aquel frasco de alabastro lleno de perfume a los pies del Señor se rompe ella misma: deja totalmente la oscuridad de su vida, de una vida turbia, para entrar en la luz. María llora, su arrepentimiento es sincero. Tanto que hace brotar de labios del Señor aquella frase de defensa ante los pensamientos acusadores de los pre¬sentes: «dejadla, porque lo que ha hecho conmigo es obra buena». ¡Qué satisfacción la de esta mujer enamorada!, ha llegado de un salto al corazón de Cristo y lo ha conquistado por completo, ella que tanto le hizo sufrir.
Poca firmeza de amor tenemos a veces, qué tacañería reflejamos cuando nos escandalizamos porque los Sagrarios o los vasos dedicados al servicio de Dios son ricos. Es el momento de meditar en silencio la frase de Jesús: «A los pobres los tenéis siempre con vosotros, mas a mí no».
Está clara la escena: para Jesús lo mejor, lo más caro, lo mejor presentado. El mejor regalo que haríamos en la tierra, ése es el primero que hay que entregar al Señor.
Por eso la vida de María, de una María inteligente y desprendida, que detectó la mirada de Jesús, va a ser desde ahora intachable.
¡Qué intuición la de la mujer para comprender y qué premio el de Cristo para con ella!; antes de ir a su Padre, se presentó ante ella; fue la primera, después de María —porque su amor fue total—, en ver a Jesús resucitado.