-
Rey Ballesteros. I>La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
La mirada del águila
A la hora de hablar Juan, el segundo atleta que en aquella mañana realizaba la carrera entre el Cenáculo y el Sepulcro, no puedo evitar que acuda a mi mente el pensamiento de la Virgen María. Llamado hijo de María por el mismo Cristo al pie de la Cruz, a veces pienso que esta maternidad había depositado en él una herencia genética, como sucede en la maternidad biológica, con la diferencia de que la herencia a la que ahora me refiero se deposita en lo más profundo del alma. Los rasgos de su espíritu recuerdan mucho a los de la Madre del Señor, y su forma de amar y ser amado tiene la impronta del estilo de amar de la Virgen.
Desde que conoció a Jesús, siendo un adolescente, Juan se sintió sobrecogido por el Misterio que latía tras los ojos del Maestro. Como si se hubiera cumplido en él la bienaventuranza, su corazón limpio percibió, tras los rasgos humanos del Nazareno, el fuerte impacto del resplandor de la gloria de un Dios. Aquel primer día, cuando marchaba con Andrés en pos de Cristo, el Señor les dijo «venid y lo veréis» (Jn 1, 39). Y, desde aquel momento, los ojos de Juan no dejaron de ver. Vivió en el permanente asombro, y, al igual que su Madre la Virgen, «guardaba todas las cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). Por eso, conocemos muy pocas palabras de este apóstol. Su espíritu de contemplación le hacía ser mucho más receptivo que atropellado. No hay más que leer su evangelio para darse cuenta de que estamos ante un alma abierta radicalmente a lo divino, capaz de captar ese halo de eternidad que envolvía todos los gestos y palabras del Maestro. En ocasiones, el lector atento tendrá la impresión de estar contemplando a un Jesús de Nazaret permanentemente rodeado de su Padre y del Espíritu Santo, cuyo rostro está siendo cortejado por los ángeles.
Para Juan, amar a Cristo es llenarse de Cristo. Al igual que los demás apóstoles, no entendía el sentido de muchas de sus palabras, pero las guardaba todas como perlas en lo más profundo de su alma, porque aquellas palabras sonaban a Dios. Cuando él mismo se nos muestra, durante el hermosísimo relato de la Última Cena, reclinando su cabeza en el pecho del Maestro, está añadiendo a su obra, como Velázquez a Las Meninas, su autorretrato, con la única diferencia de que él sí era parte de la escena. Descubrimos en ella a quien sin duda es el primer devoto del Sagrado Corazón de Jesús, excepción hecha de su Santísima Madre. No quiere perder ni uno solo de los latidos que, dentro de aquel divino pecho, ardían abrasados en amor a Dios y al Hombre. Y con tal cuidado los guardó, que su evangelio, escrito ya en la vejez, está lleno de ventanas abiertas a los sentimientos de Cristo, conservados con tal frescura que el lector contemplativo cree haber entrado a través de las divinas llagas y hallarse en lo más íntimo de las entrañas del Señor. Las palabras con que comienza el relato de la Última Cena, si se leen despacio, o son una osadía sin precedentes, o son una auténtica radiografía del Corazón de Cristo, realizada por una mirada capaz de traspasar lo humano y gozarse en el Misterio de Dios hecho hombre:
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo que el Padre lo había puesto todo en sus manos, y que de Dios había salido y a Dios volvía... (Jn 13, 1-3).
Comienza la narración desvelando los pensamientos más íntimos de Jesús: Jesús «sabía»... Esto puede escribirlo un novelista, dueño de la interioridad de su personaje; pero un testigo de un acontecimiento real que se atreve a escribir esto sólo puede hacerlo en nombre de una sintonía amorosa con la persona referida de tal calibre que le lleve a penetrar sus sentimientos y las intenciones de su corazón. Y Juan, el limpio de alma, gozó verdaderamente de esa sintonía.
Seguidamente, y con la misma sencillez con que se describe un paisaje o un bodegón, Juan pasa a describir el alto grado de amor alcanzado por el Corazón de Cristo aquella noche... «los amó hasta el extremo». ¿Cómo no darnos cuenta de que el apóstol nos está situando ante los ojos del Señor, tal y como brillaban en la noche del Jueves Santo? Y, por último, yendo todavía más allá en su escrutadora mirada, nos revelará los dos pensamientos con que Jesús, en aquella noche terrible de soledad y de emociones, se consolaba ante el presentimiento de su dolorosa Pasión, introducidos de nuevo por el osado «sabiendo...». En tan sólo unas líneas, Juan nos ha transmitido toda una visión del Cielo encerrado en el pecho de un hombre que es Dios. ¡Qué inmensa lástima si estas líneas se leen apresuradamente! El cuarto evangelio hay que leerlo dentro del estilo de su autor, y ese estilo es el de la Santísima Virgen: recogido, sosegado, contemplativo.
Si Juan habla de sí mismo como «el discípulo a quien Jesús amaba» (cf. Jn 13.23; 19.26-27; 20.2, 8), no quiere con ello dar a entender un privilegio del que no gozaran los demás. Semejante lectura sería tremendamente superficial. Para comprender en todo su alcance la expresión del apóstol, hay que recibirla entera, con toda la resonancia que adquiere en el alma de quien escribe. Para Juan, amar a Cristo es, fundamentalmente, ser amado por Él. A menudo definimos a las personas de acuerdo con lo que significa su relación con nosotros: hablamos de «mi padre», «mi amigo», «mi conocido»... A Jesús le llamaban «Maestro» o «Señor». Sin embargo, para Juan, que se ha sentido desbordado y arrollado por el amor divino de Cristo, Jesús de Nazaret es, fundamentalmente, «el que le ama», y es tan fuerte este amor que le ha determinado a él mismo existencialmente. Él ha dejado de ser Juan, y se ha convertido en el discípulo «a quien Jesús amaba»>/b>. Es, cada una en su ámbito, la misma experiencia de la Virgen, quien, al sentir desde niña ese Amor apabullante, dejó de ser María para convertirse en la «esclava del Señor» (cf. Le 1, 38; 1, 48). ¿No es esto lo mismo que decir, tanto en el caso de María como en el de Juan, que Dios les había «robado el corazón»? Ambos, Madre e hijo, utilizan, para hablar de sí mismos, la referencia a lo único que ya les constituye como personas: el amor de Dios manifestado en Cristo.
De este modo, si, para Pedro, amar a Cristo consistía en cuidarle, protegerle, entregarse a Él y ser capaz de morir con Él, Juan es ajeno completamente a este tipo de planteamiento. No quiero decir que lo excluya, sino que está desbordado por otra realidad que es la que le dirige, le fascina y le saca de sí mismo a cada momento; y esta realidad es el Amor que se derrama hacia él, procedente de un hombre que es Dios. Por todo ello el discípulo amado estuvo mucho más preparado para recibir la luz. El amor le dio ojos de águila, y con esos ojos fijaba su mirada constantemente en una lejanía cercana que casi podía tocar. ¿No sintió Juan, más de una vez, la soledad del vidente de lo invisible? No lo sé.
Lo que sí podemos adivinar es que aquella carrera de la mañana del domingo era inevitablemente desigual. Pedro era un policía en busca del lugar del crimen, y Juan era un alma robada en la noche por el divino Ladrón. Con la misma facilidad con la que aquellos ojos de águila vieron, tras el costado traspasado del Salvador, el germen de la Iglesia naciente (cf. Jn 19, 34), ahora sus oídos habían ido más allá del anuncio y la agitación de la Magdalena, y todo empezaba en su interior a adquirir una gran armonía. Recuperando la imagen que marca el ritmo de esta pausada meditación, podría decirse que esos ojos adolescentes son de los que pueden recibir toda la luz del amanecer cuando ya se filtra tan sólo por una estrecha rendija de la cortina cerrada. La Magdalena, que aún estaba a oscuras, fue para Juan esa luz, y su carrera es de gozo y de amor, no de angustia y preocupación. La carrera de Juan en aquella mañana del primer domingo fue como la de su Madre cuando, jubilosa, recorrió el desierto de Judea camino de Ain Karem, en busca de su parienta Isabel. De nuevo las prisas, de nuevo el júbilo de un Dios impaciente que llama con premura y dispara como una flecha el corazón, el alma y las fuerzas del hombre:
Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas (Dt 6, 4-5).
Una realidad se nos impone ahora con toda su fuerza, y es que, en esa loca carrera entre Pedro y Juan, entre el temor y la esperanza, entre el amor y el Amor, Juan llegó primero. Y llegó primero porque, sin duda, era el más joven.