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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
ROMPAMOS SUS COYUNDAS, ARROJEMOS DE NOSOTROS SUS ATADURAS
Libertad y rebeldía (1 de 2)
En el ejercicio de esta virtud, como es lógico, nos encontramos con una serie de dificultades, que si conocemos de antemano podemos evitarlas y no sufrir una decepción.
Sin embargo, la lucha en este campo es tan compleja y variada en matices que indudablemente la personalidad se enriquece.
El clima de inseguridad en que nos movemos a veces puede llegar a afectarnos mucho, porque ataca directamente a lo que podríamos llamar ilusión por la lucha. Todo puede suceder porque al conocer la vida de una persona en quien confiábamos descubrimos que no concuerdan su palabra y sus obras. La primera reacción es de sorpresa, y enseguida nace la desilusión.
Alguien decía que sería un buen nego¬cio montar fábricas de ilusiones y establecer consultorios en donde comunicar esa fuerza, que sin ella nos convertiríamos en una muchedumbre solitaria, sociedad masificada donde la conducta individual quedaría identificada con la conducta de grupo.
Es verdad que la ilusión la ponemos nosotros y también es cierto que esta ilusión la suscita todo lo que tenemos alrededor. Por eso es tan necesario que individualmente nos esforcemos en contagiar estos ideales nobles que llevamos en el corazón, sin importarnos el encuentro con personas o circunstancias esclavizadas y viejas, aun siendo jóvenes.
La realidad de estas personas o circunstancias es que han invertido el orden de la libertad, han dejado paso al capricho, al instinto o a la pasión, que son en ellos, efectivamente, los dueños y señores. Se ha producido un descenso, de señor a esclavo. La voluntad que dominaba es objeto de una perfecta sumisión. El diálogo y la vida que giran alrededor de estas personas no puede cautivar a quien realmente es libre.
Es fácil de detectar este estado en el que también nosotros podemos caer. Generalmente hablamos mucho de libertad, «como soy libre, hago esto y lo otro, lo que me venga en gana». En el fondo de los corazones, rotos y decepcionados, hay un afán de destrucción, de acabar con reglas y normas que nos asfixian. No se suele escuchar y hay una gran falta de comprensión hacia aquel o aquellos que no piensan como nosotros. Se camina a rastras, y la vida pensamos que nos ofrece pocas cosas y, aun en éstas, vemos, sobre todo, la parte negativa.
Esta rebeldía no es sana, porque produce actos destructivos, aunque sólo sea en el interior de nosotros mismos.
Es un caminar a tientas, sin luz, que no conduce a puerto seguro. Y entonces, cada día que pasa nos resulta más difícil de vivir y el mundo cada vez más complicado; no respecto de lo material, sino en cuanto a la casi imposibilidad de sobrevivir espiritualmente. Porque Dios es como una sombra y su ley de Amor, en último término, cansa. Es una rebeldía que tiraniza y que puede llegar a producir seres amargados y tristes.
En esa búsqueda de nuevas expresio¬nes, nuevos modos de vida y, sobre todo, en esa inmensa laguna de la relación hombre-Dios podemos llegar a perder la fe y entonces el desmoronamiento de la ciudad de Dios en nosotros se avecina. La reacción se impone.
Pero hay otra rebeldía sana de quienes aspiran a una realidad más justa, más solidaria y más libre.
Es una rebeldía que rejuvenece el corazón, que nos libera de nuestra propia esclavitud. Que no implica necesariamente la juventud del cuerpo, pero que es más fácil de encontrar en las personas sin grandes experiencias de la vida. Sin embargo, es asequible y puede llegar a tener incluso más fuerza en los que saben vivir espiritualmente jóvenes, porque cuentan, además, con esa experiencia que proporcionan unos años de lucha activa.
Rebeldía sana que descubre la hipocresía y el fingimiento sin asperezas que puedan herir. Consiste en que sepamos mantener, a veces a costa del éxito, los anhelos nobles del corazón, con la esperanza de que todas las cosas tienen arreglo. Ir con ilusión a desempolvar rincones llenos de trastos viejos, que no dejan paso a la luz y que son los causantes de que interiormente nos encontremos con desgana o desaliento. Volver a poner las cosas en su sitio con una paciencia que puede resultar «infinita» a nuestro entendimiento y que a lo mejor lo es. Descubrir otra vez los valores del espíritu, dar primacía al amor verdadero, con la preocupación de mantener vivo ese «para siempre» que ha hecho posible la familia, el matrimonio y la amistad. Limpiar con alegría ese polvo sucio que con el tiempo puede formar una gran capa y que entonces no se quitará sin esfuerzo. No podemos conformarnos con lo que ya está hecho o instituido. Por nuestra na¬turaleza imperfecta —hemos comentado más de una vez—, todos nuestros actos necesitan una revisión a la luz de Dios, para arrancar de raíz lo que no viene de El y volver a sustituir esas separaciones débiles, con una cierta consistencia, pero fáciles de derribar por lo verdadero, por Dios mismo. Detrás de ellas se efectúa el encuentro con Dios y aún más, la gracia divina es la que da fuerza a nuestro brazo en el momento del derribo. No estamos dispuestos a caminar por las calles de esa Ciudad Terrena que fabricamos con nuestro egoísmo, porque tenemos la experiencia de que nos esclavizarían la tristeza y el mal humor. Y nuestro ferviente deseo es ser libres en Dios.