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2 febrero 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

El guardaespaldas de Cristo
Son, por un lado, admirables la sensibilidad y el amor de Simón, incapaz de permanecer indiferente ante el más pequeño gesto de tristeza de Jesús. Desde luego, no cabe duda de que la piedra escogida de Cristo tenía un corazón de carne. Pero, en aquellos años, ese corazón de carne desconocía su pobreza radical, y esto le condenaba a quedarse a solas con su impotencia. Quería ser el lugarteniente de Cristo, su delfín, pero no como quien recibe un regalo, no como toda aquella multitud de pobres, ciegos, cojos y leprosos que acudían a Jesús diariamente, sino como el que presta un favor. Ya eran muchos los que se acercaban al Señor para pedir, para cansar, para disgustar... Frente a toda esa multitud que exprimía al Maestro, él sería el contrapeso, el alivio del Corazón exhausto de Cristo. Así pensaba Simón, y, por ello, en la noche de Pascua, cuando Jesús se ciñó una toalla y se puso a realizar el humilde servicio de lavar los pies a sus íntimos, Pedro se rebeló:

«No me lavarás los pies jamás» (Jn 13, 8).
El hecho de tener al Maestro a sus pies, tocando su miseria y cuidando de él como una madre cuida de su niño, le parecía inaceptable: ello le hubiera colocado precisamente donde no quería estar: él, siendo limpiado por Cristo, tendría que ocupar el lugar de los mendigos, los leprosos y las prostitutas; de los que cansaban a su Señor. ¡Menudo protector! ¡Menudo lugarteniente! ¡Menudo guardaespaldas, si tenía que ser cuidado por su protegido! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Este Pedro es maravilloso, profundamente amante y entregado, pero es un pagano.
«Jesús le respondió: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”. Le dice Simón Pedro: “Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza”» (Jn 13, 8b-9).
Por una vez, fue vencido por el Amor, pero no sin un cebo adecuado a su propia debilidad: ¿quieres ser mi delfín, mi lugarteniente, mi protector?, ¿quieres tener parte conmigo? Deja entonces que te lave los pies. Y tan grande era el deseo que Simón tenía de poder prestar ese servicio al Señor, que su respuesta fue tan impulsiva como los deseos de su corazón.
Poco tardaría en volver a caer: en aquella misma noche, durante la cena, Jesús se mostró tremendamente triste. De nuevo, el alma del primer Papa estaba en tensión, buscando el modo de aliviar la pena de su Amado. Predice el Señor la traición de uno de los suyos, y Pedro tiene que saber quién es, para impedirlo con sus propias manos (cf. Jn 13, 21-26). Y cuando el Maestro anuncia a sus apóstoles cómo esa misma noche van a dejarle solo en manos de sus enemigos, en el momento más amargo de su vida, Simón se indigna:
«Pedro intervino y le dijo: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré". Jesús le dijo: “Yo te aseguro: esta misma noche, antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces"» (Mt 26, 33-34).
¡Qué humillación debió de sentir Pedro al escuchar semejante profecía!: «Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré» (Mc 14, 30). Pero, sobre todo, qué admirable paciencia la que el Salvador tuvo con su primer Papa. Durante todo este tiempo, el Señor se dejó querer por Pedro y aceptó su amor protector: hizo con su apóstol lo que el apóstol no se resignó a hacer con él: dejarse amar. Una vez más, Jesús de Nazaret, rey paciente, supo esperar la hora de aquel alma, el momento preparado por Dios para derretir la soberbia que cerraba a cal y canto el corazón de su discípulo. Y esa hora, la hora de la verdad, estaba a punto de llegar.
Y es que, en la noche de la Pasión, el lugarteniente de Cristo se vino abajo y tuvo que verse a solas con su propia miseria; un paso tanto más duro cuanto que, hasta entonces, se había negado a enfrentarse con ella: quería acompañar a Cristo hasta la muerte, pero no fue capaz de velar una hora con él:
«Simón, ¿duermes?» (Mc 14, 37).
¡Inmensa delicadeza de Cristo, que sitúa a su elegido ante su propia pobreza! Y poco más tarde, en el huerto, la espada de Simón barrerá de un tajo la oreja de Maleo (cf. Mt 26, 51). Será su última bravata antes de la muerte del Señor. Minutos después, despertado a la prudencia humana por las espadas y los palos de quienes prendieron al Maestro, le veremos seguirle de lejos y acobardado, oculto en el espesor de la noche. ¡Quién le iba a decir al lugarteniente de Jesús de Nazaret, que, mientras juzgaban y condenaban a su Señor, su mayor preocupación iba a ser el frío, y su mayor deseo el de calentar sus manos y sus pies en la hoguera de los verdugos de Jesús! (cf. Jn 18, 18).
El derrumbamiento de Simón aquella noche se consumó al cumplirse la profecía de Cristo: junto a aquella hoguera maldita, cuyo calor cambió Pedro por la llama divina del Amor, negó por tres veces a su Maestro. Era entonces, muy probablemente, cuando trasladaban a Jesús de la casa de Anás a la de Caifás. Y el Señor, que pasaba entonces por allí atado con cuerdas de muerte, según nos dice Lucas, «se volvió y miró a Pedro» (Lc 22, 61), lo miró con ojos de fuego y de ternura, y el gallo cantó por segunda vez, y la noche se hizo más espesa que nunca, y aquel príncipe de los apóstoles de derrumbó y lloró amargamente. En sus lágrimas iba impresa la noticia, ya inapelable, de que el delfín de Jesús de Nazaret era un cobarde, a quien más le hubiera servido presentarse ante el Maestro como cojo, mudo, ciego y leproso. Quizá entonces hubiera recibido la fuerza necesaria para acompañar a su Amor. ¡Si hubiera prometido menos, y hubiera pedido más...! Era el principio del fin del Pedro viejo, a quien todavía presiento detrás de muchos cristianos que avanzan al grito de «¡Compromiso, compromiso!», mientras debieran permanecer de rodillas suplicando la gracia para no caer en tentación.
Son los restos de este viejo Simón los que vemos correr ahora camino del Sepulcro. La noticia transmitida por la Magdalena ha despertado una vez más su conciencia protectora, herida de muerte. Si han robado el cuerpo del Señor, él, Pedro, que le había fallado cuando más le necesitaba, repararía su falta recuperando el cadáver y haciendo pagar caro a los culpables su atrevimiento. Por eso se apresura al lugar del delito como un policía más que como un apóstol. De nuevo, será él quien pretenda salvar a Cristo. Pero, como acabo de decir, este guardaespaldas ya está mortalmente herido, y la llaga de su pecado apenas le ha dejado fuerzas para desempeñar una función que nunca supo ni pudo realizar. Son los últimos gemidos de un agonizante, que pronto sucumbirá para que renazca el primer Papa de la historia.