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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
ROMPAMOS SUS COYUNDAS, ARROJEMOS DE NOSOTROS SUS ATADURAS
Libertad y rebeldía (2 de 2)
Pobre del mundo si se encontrara con que todos en general dijéramos que sí siempre. Sería un modo cómodo de ir cerrando horizontes fructíferos de cara al porvenir. Desaparecería de la sociedad ese dinamismo tan necesario, al que se le puede conceder el nombre de depositario de continuidades y de futuros; hay que ir más allá: a la ruptura, cuando se vea que puede ser útil. A reconsiderar las cosas y las situaciones, para llegar más lejos.
Si no nos preocupáramos, si no tuviéramos el nervio de enfrentarnos con nuestra propia actuación, pocos pasos adelante podríamos dar. ¿Quién se puede considerar libre si va atándose, aunque sea con hilos finos, a sus propios fallos, a las opiniones excesivamente subjetivas y no supiera alzarse para provocar una crisis personal que pueda liberarle de él mismo ?
Ir a remolque de nuestro propio yo no es ni siquiera inteligente. ¿Qué sería de un mundo conformista que, generación tras generación, detuviera la acción y el pensamiento en un punto determinado? Es indudable que sería una época nula en todos los órdenes.
Hay que romper moldes y ataduras interiores, tenemos que ir con esa gran audacia que da dimensión a nuestros actos, para no mutilarlos. Se impone estar siempre en disposición de apagar los rescoldos de rebelión que van apareciendo una y otra vez por culpa de nuestra debilidad. No podemos vivir sin ese centro que es Dios. Es inútil engañarse: ya sabemos que la ciudad terrena que intentamos construir nos produce inquietud, sinsabor, inestabilidad.
Puede servirnos de ilustración aquella leyenda iberoamericana de una gran poetisa que supo encontrar a Dios:
Cuentan que estaba acostumbrada a ser así y a vivir en aquel lugar. No echaba de menos nada. Sí que es verdad que, a veces, le extrañaba que cuanto caía en ella tomaba un color de muerte y acababa fundiéndose con la suciedad de sus aguas. Pero estaba a gusto, se sentía feliz a su modo.
La situamos en un bosque frondoso, lleno de árboles milenarios y de mucho follaje que no dejaban pasar la luz del sol, ni casi el aire. En medio de aquel bosque, y bien protegida por los matorrales y los árboles, existía una charca pequeña, de aguas muy sucias.
Le hubiese gustado que los pájaros bebieran de sus aguas y que los insectos y las hojas de los árboles no se marchitaran al caer. Y sobre todo, evitar el olor, un olor putrefacto que emanaba de sus entrañas.
Transcurría la vida de la charca monótona. Lo que sí temía era la llegada del otoño. Le habían contado los habitantes del bosque que en esa época venían los leñadores a cortar los árboles.
Desde muy lejos oía el ruido de los golpes y pensaba: ¿Qué será de mí si me quitan este árbol que me protege?
Hasta que llegó el día en que este pensamiento se hizo realidad. Los hombres se fueron acercando y de un hachazo desapareció el árbol que la cubría. La charca se quedó angustiada, su dolor era tremendo, cerró sus ojos durante un tiempo y esperó.
Al notar un aire fresco que movía sus aguas y un calor que no conocía, los abrió de golpe. Al principio, los ojos, acostumbrados a la oscuridad, no distinguían con nitidez las imágenes. Poco a poco se fue habituando y descubrió el sol y el aire, y sus aguas se fueron volviendo limpias, y se dio cuenta de que venían los pájaros a beber y de que ya no se pudrían las hojas y, sobre todo, de que su olor ya no era nauseabundo.
Cuántas veces pensaba la charca que «valía la pena haber pasado aquel mal rato, sufrir aquel dolor, si ahora tenía vida».
Esta debe ser nuestra reacción: apartar lo que nos esclaviza cuanto antes, sin fijarnos en la vida de los demás, sin comparar. Primero nosotros, y una vez que sintamos ese calor que da la gracia de Dios, una vez que la liberación de esas ataduras sea auténtica —con más personalidad que antes, porque caminamos con la luz de la Verdad—, explicar a los demás, esclarecer el ambiente enrarecido: que lo importante no es la libertad que nos hemos creado cada uno, sino la verdad que se identifica con Cristo, porque en ella seremos libres.