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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
SE REUNEN LOS REYES DE LA TIERRA Y A UNA SE CONFABULAN LOS PRINCIPES CONTRA YAHVE Y CONTRA SU UNGIDO (1 de 4)
La falta de fe y la soberbia podrían ser las dos columnas principales en la construcción de esa nueva ciudad, si dejamos a un lado a Dios. Aquellos planes personales, que si no los abandonamos pueden llegar a hacer de nosotros unos seres voluntariosos con una sola obsesión: el dominio de las personas, de las cosas y de todo lo que pueden abarcar nuestras obras y nuestro pensamiento. Inmediatamente el mundo de las ideas quedaría impregnado de esas teorías egoístas que influyen en los demás, de tal modo que nosotros mismos podemos resultar sorprendidos. Esto dificulta el retorno a Dios, puesto que el éxito envanece y envuelve en una nube oscura los buenos deseos o los momentos en los que todavía podemos advertir la culpa.
Lo que sembramos inconscientemente va creciendo y atrae con esa fuerza que tiene el mal a los descontentos, a los que dudan y a los inquietos. Esta posición no es más que un empeño fuerte en destronar a Dios de nuestras vidas.
Queremos conocer nuestra situación y deseamos saber la mejor manera de escuchar y seguir los deseos de Dios. Muchas veces sólo necesitamos derretir esa capa de frialdad que nos hace sufrir, porque es una auténtica enfermedad del alma, adquirida, precisamente, por la falta de lucha.
Nuestra situación es semejante a la de aquel varón del Antiguo Testamento llamado Naamán. Las vicisitudes por las que fue pasando hasta lograr hacer desaparecer la terrible enfermedad que padecía, la lepra, nos pueden servir de orientación para conseguirlo nosotros también.
¿Quién era Naamán?. Naamán era un hombre con una gran personalidad, valiente, que gozaba de prestigio entre su pueblo. Se puede decir de él que era un hombre poderoso. Supo enfrentarse con los enemigos de su rey y en una batalla le salvó la vida. Pero tenía algo que le hacía sufrir y que a la vista de los demás le humillaba: estaba cubierto de lepra.
Sucedió que al volver su pueblo —los sirios —de una batalla con Israel trajeron prisioneros, y, entre ellos, una mujer, que al ver a Naamán sintió piedad de él y le dijo: En Samaría, en mi tierra, hay un profeta que os podría curar.
Naamán no cree en profetas y mucho menos en curaciones milagrosas, y parece que va a rechazar esta ayuda. Pero la duda, que todavía tiene lugar en su corazón, juega su baza y el rescoldo del temor a lo desconocido y lo olvidado le hace ponerse en marcha para ver si hay alguien capaz de curarle.
Naamán, que está dispuesto a conseguir su curación, se carga con «diez talentos de plata, seis mil siclos de oro y diez vestidos nuevos». Va dispuesto a comprarla no a pedir un favor. Cargado de riquezas y deseoso de impresionar al rey de Israel, se pone en marcha. Está seguro de que esperan su llegada como un acontecimiento extraordinario.
Es un sentimiento muy humano, que comprendemos. Generalmente, nos gusta que nos valoren y que nos tengan en cuenta.
La situación de Naamán nos sirve de ejemplo. Entra en Israel como si él fuese el rey; con estrépito pide que se le atienda, que se le cure. Está dispuesto a pagar lo que le pidan.
¿Qué sucede? Nadie sale a recibirle. La vida de la ciudad sigue su ritmo, sin preocuparse de esta importante visita. Otra voluntad poderosa, la del rey de Israel —que no ha sido advertido de la llegada—, no pregunta. Le molesta la intromisión en su reino y su reacción también es de orgullo, se rasga las vestiduras y grita a su pueblo: «¿Os dais cuenta?, busca querella contra mí. ¿Desde cuándo tengo yo poder de curar enfermedades?».
Se enfrentan dos voluntades únicas y poderosas, que no dialogan, sólo se preocupan de conservar la propia dignidad, que el otro no ha tenido en cuenta. El rey no se fija en la lepra, sino en su amor propio herido, y el general deja sin explicación al rey. No le comunica por qué ha entrado en su reino. Cada uno va a lo suyo.
Se oye la voz del pueblo que, de boca en boca, anuncia la llegada de un leproso; son los humildes, los que se preocupan de los demás
Y mientras que en el palacio del rey los dos hombres no se ponen de acuerdo, los sencillos de corazón hacen saber al verdadero profeta Eliseo que ha llegado a la ciudad un hombre que sufre.
Eliseo les dice que se acerque a su casa para sanarle.