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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
Los primeros tiempos
«El Padre —ha dicho Mons. Álvaro del Portillo comenzó el trabajo apostólico de la Obra con una intensidad, con una fe y con una carencia de medios tan grande, que verdaderamente se puede asegurar que el Opus Dei se fue haciendo al paso de su oración intensa y de su mortificación continua, y sólo se explica su existencia y expansión como fruto de un querer divino. Con este convencimiento nos lo explicaba el Padre: desde ese momento 2 de octubre de 1928 no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los fundamentos.
Me puse a trabajar, y no era fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguien afirma lo contrario, desconoce la verdad.
Tenía yo veintiséis años—repito—, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los ojos humanos, era un disparatón. Por eso, algunos decían que yo estaba loco y que era un hereje, y tantas cosas más.
El Señor dispuso además los acontecimientos para que yo no contara ni con un céntimo, para que también así se viera que era Él.
Para vencer todas esas dificultades —continúa explicando el actual Prelado de la Obra, el Padre acudía, en primer término, a los recursos sobrenaturales: a la intercesión de Nuestra Madre, a San José, a los Santos Ángeles Custodios, al tesoro de la oración de los niños y de los enfermos. Y con esa preparación, se lanzaba a un trabajo sacerdotal intenso, sin concederse descanso, porque el fuego de Dios le consumía.
¿Qué medios puse yo? (...). Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada, entre niños con mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios (...). Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más. Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si es que se puede llamar casas a aquellos tugurios... Eran gente desamparada y enferma; algunos con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis.
De modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios en todos esos sitios. Mientras tanto, trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor (...).
Fueron años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta (...). La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas.
Estas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos miserables, pobres abandonados, niños sin familia y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor. Y formar a los primeros que venían, hablándoles con una seguridad completa de todo lo que se haría, como si ya estuviera hecho
Luego, Dios nos llevó por los caminos de nuestra vida interior (...). ¿Qué buscaba yo? Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudía a San José, mi Padre y Señor (...); a la intercesión de los Santos (...); y a la devoción a los Santos Ángeles Custodios (...). ¿Qué puede hacer una criatura que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos... Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás».
Explicando su sentir en aquellos primeros tiempos y lo que fue una constante de su vida, decía a los setenta y tres años, pocos meses antes de su ida al Cielo: ¡Cuántas horas de caminar por aquel Madrid mío, cada semana, de una parte a otra, envuelto en mi manteo! (...) aquellos Rosarios completos rezados por la calle —como podía, pero sin abandonarlos—, diariamente (...). Nunca pensé que sacar la Obra adelante llevaría consigo tanta pena, tanto dolor físico y moral: sobre todo moral (...), Iter para tutum!
¡Madre mía! ¡Madre!; ¡no te tenía más que a Ti! Madre, ¡gracias! (...) Madre. Cor Mariae Dulcissimum! ¡Oh, cuánto he acudido a Ti!
Y otras veces, hablando y predicando, dándome cuenta de que no valía nada, de que no era nada, pero con una certera... ¡Madre!,
¡Madre mía! ¡no me abandones!, ¡Madre!, ¡Madre mía!