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Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004
Tibi se cor meum totum subiicit, quia, te contemplans, totum deficit
En la "escuela" de San Josemaría
Nuestro Padre saboreó con hondura, desde muy joven, el amor de Cristo al quedarse en este Sacramento, porque tenía una fe muy grande —«que se podía cortar»— y porque sabía amar: se podía poner «como ejemplo de hombre que sabe querer».
Por eso, la «locura de amor» del Señor al donarse a nosotros en este Sacramento «le robó el corazón», y entendió el colmo de anonadamiento y humillación a que llegó el Señor por cariño tierno y recio a cada uno de nosotros.
Por eso también, supo corresponder a ese amor sin ceder a la generalidad del anonimato: se consideró directamente interpelado por Cristo que se ofrecía por su vida, y por la de todos, en la Eucaristía, y estuvo en condiciones de escribir, refiriéndose al Santo Sacrificio: «"Nuestra" Misa, Jesús...».
Emprendamos cotidianamente ese itinerario de nuestro queridísimo Fundador: pidamos al Señor muchas veces con los Apóstoles, como repetía San Josemaría: adauge nobis fidem!; y, por tanto, aprendamos en "la escuela de Mariano" a darnos constantemente a los demás, comenzando por servir a quienes se encuentran a nuestro alrededor, con una atención vibrante de amor sacrificado.
Así sabremos también nosotros entrar en el misterio del Amor eucarístico y unirnos íntimamente al sacrificio de Cristo. A la vez, el amor que alberguemos al Señor sacramentado nos conducirá a darnos a los otros, precisamente sin que se note, sin hacerlo pesar: como Él, pasando ocultos. «Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía».
Hemos de imitar en nuestra conducta personal el oblatus est quia ipse voluit (Is 53, 7, Vg) de Jesús: esa decidida determinación interior de donarse y entregarse a la persona amada, de cumplir lo que espera y pide.
Necesitamos un corazón limpio, lleno de afectos rectos, vacío de los desórdenes que introduce el yo desorbitado. «Las manifestaciones externas de amor deben nacer del corazón, y prolongarse con testimonio de conducta cristiana (...). Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios».
Ser de verdad almas de Eucaristía no se reduce a la fiel observancia de unas ceremonias, que resultan desde luego indispensables; se extiende a la entrega completa del corazón y de la vida, por amor a Quien nos consignó y nos sigue consignando la suya con absoluta generosidad.
Aprendamos de la Virgen la humildad y la disponibilidad sin condiciones para amar, acoger y servir a Jesucristo. Meditemos frecuentemente, como nos proponía nuestro queridísimo Padre, que Ella «fue concebida inmaculada para albergar en su seno a Cristo». Y afrontemos la pregunta con que concluía esa invitación:
«si la acción de gracias ha de ser proporcional a la diferencia entre don y méritos, ¿no deberíamos convertir todo nuestro día en una Eucaristía continua?».