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UN HOMBRE VIRTUOSO (3 de 3)
Cuando el Papa Pío IX le nombró patrono de la Iglesia Universal, quiso dejar constancia de que san José, de la misma manera que cuidó en la tierra de Jesús y de María, ahora desde el cielo sigue cuidando de cuantos pertenecemos a la Iglesia, Cuerpo Místico de Jesucristo. En otro lugar hemos hablado de la prudencia como una de las virtudes características de san José a quien se le considera siervo fiel y prudente.
La prudencia es una virtud humana, además de ser una de las cuatro virtudes cardinales, que algunos consideran como la más importante de todas las virtudes porque rige y regula a las demás. Para algunos se confunde con la sabiduría práctica, que nos lleva a elegir los medios más adecuados que nos conducen al fin propuesto.
Una de las características del hombre prudente es que no se fía de sí mismo y sabe pedir consejo. Solicita el parecer de otras personas capacitadas para proporcionarlo. No se trata de eludir responsabilidades, sino, ampliando nuestro punto de vista siempre limitado, juzgar más rectamente teniendo más elementos de juicio y, por ello, que nuestra decisión, siempre personal y responsable, sea la más oportuna.
Son dos los extremos que debemos evitar a la hora de tomar una decisión: la precipitación, que puede llevarnos a elegir lo menos conveniente, y la indecisión, que nos lleva a la inoperancia, a retrasar las cosas o a no hacerlas, a veces, con grave detrimento de terceras personas. La prudencia no puede ser virtud, si lo que se esconde tras ella es la pereza, la indecisión o la comodidad.
No es prudente el que no se equivoca nunca, sino el que sabe rectificar sus errores. Es prudente porque prefiere no acertar veinte veces, antes de dejarse llevar de un cómodo abstencionismo. No obra con alocada precipitación o con absoluta temeridad, pero se asume el nesgo de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar. Palabras de San Josemaría, Amigos de Dios, n. 88
En otro lugar hemos tratado del trabajo artesanal de san José y de la necesidad que tenemos todos nosotros de aprovechar nuestro trabajo para alcanzar el grado de santidad que Dios espera de nosotros, pero ese trabajo santo y santificador será difícil que se asiente en nosotros si no cuenta con el apoyo de la virtud humana de la laboriosidad.
Laborioso es el que realiza con interés y asiduidad el trabajo que le es propio; la virtud de la laboriosidad sería aquella que nos mueve a asumir con diligencia e interés nuestros propios deberes, a realizar un trabajo acabado, detallista, reñido con la pereza, el diletantismo o la chapucería.
El hombre laborioso hace lo que debe y está en lo que hace. No ocupa el tiempo, las horas laborales, porque ello es compatible con la pereza, la desgana, la apatía o la rutina, sino que pone en lo que hace los cinco sentidos y, por ello, su trabajo queda bien hecho, sumamente perfecto, realizado con sentido profesional y no con mentalidad de puro aficionado.
Nada dice el Evangelio sobre la laboriosidad de san José pero se deduce del mismo. Sabemos que se colocó en Belén, donde permaneció alrededor de dos años, que superó las dificultades de trabajo que necesariamente hubo de encontrar en Egipto y la complacencia con que fue recibido de nuevo en Nazaret, donde todos le consideraban como el artesano indiscutido del pueblo.
Sabemos que los únicos medios de que dispuso para sacar a flote a su familia fue el trabajo de sus manos y que lo hizo con el desahogo propio de un artesano de su época. Todo ello nos lleva a pensar que san José era un buen trabajador, que la virtud humana de la laboriosidad fue cimiento y fundamento de su vida santa.
Es parte de la virtud de la laboriosidad la diligencia, que no significa precipitación, sino amor. Es diligente el que hace amorosamente lo que hace; el que ama su trabajo.
La diligencia tiene su raíz en el verbo latino diligo, que significa amar. Diligente es el que ama su trabajo, no el que se precipita.
El que ama su trabajo suele ser ordenado. Orden en las cosas que debe emplear para el mismo, los útiles de trabajo, pero orden también en su interior: en su cabeza y en su corazón, que le llevarán a tener clara la escala de valores; sabrá que lo primero es lo primero, lo segundo es lo segundo y así lo demás. En una correcta escala de valores, lo primero es Dios, después, la familia, en tercer lugar, el trabajo y así el resto.
El orden es también virtud humana que facilita, como todas, el ejercicio y la vida de las virtudes sobrenaturales.
Todas estas virtudes, y otras más que se esfuerzan en vivir tantos hombres y mujeres corrientes, normales, que en nada se destacan entre sus convecinos, se dieron en san José. Él no destacó, fue un hombre corriente, normal, uno más de los habitantes de Nazaret, pero sería querido y estimado porque era alegre, bondadoso, servicial, honrado y leal, sincero y paciente, optimista. Espejo donde nos podemos mirar y ejemplo al que podemos y debemos imitar.