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Hija del Padre y Madre del Hijo por el Espíritu Santo
La Encarnación del Verbo y la gracia sobrenatural
«El misterio de la encarnación se realizó ‘por obra del Espíritu Santo’. Lo ‘realizó’ aquel Espíritu que —consubstancial al Padre y al Hijo— es, en el misterio absoluto del Dios Uno y Trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la encarnación de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina. (...) A ‘la plenitud de los tiempos’ corresponde, en efecto, una especial plenitud de la comunicación de Dios Uno y Trino en el Espíritu Santo. (...) Cuando María en el momento de la anunciación pronuncia su ‘fíat’: ‘Hágase en mí según tu palabra’ (Le 1, 38), concibe de modo virginal un hombre, el Hijo del hombre, que es el Hijo de Dios. Mediante este ‘humanarse’ del Verbo-Hijo, la autocomunica ción de Dios alcanza su plenitud definitiva en la historia de la creación y de la salvación».
Con estas palabras, Juan Pablo II reafirma, entre otras cosas, una verdad teológica de gran importancia: que la Encarnación es la cumbre —ciertamente única y trascendente— de la elevación sobre natural de la humanidad. Ya Santo Tomás de Aquino escribió que «aquello que es por sí, es medida y regla de aquellos que son por otro y por participación. Por tanto, la predestinación de Cristo, que fue predestinado a ser Hijo de Dios por naturaleza, es medida y regla de nuestra vida y de nuestra predestinación, pues hemos sido predestinados a la filiación adoptiva, que es una cierta participación e imagen de la filiación natural».
La correspondiente analogía entre el misterio de Cristo y el misterio de la elevación sobrenatural, de la gracia de la adopción, no es sólo —por decir así— «cuantitativa», porque la encarnación es la máxima autocomunicación de Dios a la humanidad, sino también «cualitativa», ya que la deificación de la criatura por la gracia comporta constitutivamente una cierta identificación con la Persona del Hijo de Dios. En efecto, como recuerda Juan Pablo II, «en el lenguaje de la Biblia ‘gracia’ significa un don especial que, según el Nuevo Testamento, tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor (cfr. 1 Jn 4, 8). Fruto de este amor es la elección, de la que habla la Carta a los Efesios. Por parte de Dios esta elección es la eterna voluntad de salvar al hombre a través de la participación de su misma vida en Cristo (cfr. 2 Pt 1, 4): es la salvación en la participación de la vida sobrenatural. (...) De este modo tiene lugar, es decir, se hace realidad aquella bendición del hombre ‘con toda clase de bendiciones espirituales’, aquel ‘ser sus hijos adoptivos... en Cristo’ o sea, en aquel que es eterna mente el ‘Amado’ del Padre». O, con otras palabras del mismo Romano Pontífice, «el acto redentor ha inserido en Cristo la persona humana, haciéndola partícipe de la misma filiación divina del Verbo: somos hijos en el Hijo Unigénito del Padre».
Scheeben explicaba que «esta clase de generación (de los hijos de Dios por la gracia) y la relación con Dios que en ella se funda, son evidentemente sobrenaturales y misteriosas en grado sumo, y sólo pueden realizarse siendo introducida la criatura, mediante una adopción maravillosa, llena de gracia, en el seno de Dios, junto al Hijo unigénito»; es decir, «solamente en su Hijo unigénito puede (Dios) abrazar con amor paterno a las criaturas». De ahí que «con toda realidad, y no solamente por analogía o según la semejanza —son también palabras de Scheeben—, llamamos Padre nuestro al Padre del Verbo, y lo es en realidad no por una simple relación analógica, sino por aquella misma por la cual es el Padre de Cristo. Lo es de un modo similar a la manera como por una misma relación es Padre del Hombre-Dios en su humanidad, y Padre del Verbo eterno. (...) En cierto sentido formamos con él (con Cristo) y en él un mismo Hijo del Padre».