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17 septiembre 2024

Ignacio Domínguez. El Salmo 2. Ed. Palabra, Madrid, 1977

«Praedicans praeceptum». El programa de Cristo

Leyes del pecado


Regnavit mors: reinó la muerte: y en el corazón de los hombres se implantó la ley del pecado, con toda su gama de variantes y for­mulaciones:

hay personas para quienes no hay más ley en el universo que la ley de la gravedad, y hacen tabla-rasa de todos los valores mora­les;

hay otras —escribas y fariseos hipócritas— que pagan el dinero de la menta y del comi­no, y después no cumplen lo más importan­te de la ley;

para muchos, la única ley es el dinero;

para otros sólo existe la ley del más fuerte;

hay quienes se alimentan de la injusticia y la maldad,

y los hay también que sólo se rigen por la ley del placer, sucio su corazón, incapaces de amar al Amor.

Bienaventuranzas

Pero Jesucristo destrozó a la muerte y arrasó su reino.

Entonces, El mismo, —Cristo Rey en Sión, mon­te santo de Dios—, predicó su decreto, estableció su ley.

En efecto, todos los comentaristas del Salmo 2 estiman que praedicans praeceptum idem est ac legem evangelicam docens, la predicación de su decreto es la enseñanza de la ley evangélica, o «el Evangelio» sin más, como dice Tomás de Aquino.

En la imposibilidad de abarcar todo este tema, vamos a fijarnos en lo que se ha dado en llamar «quintaesencia del Evangelio»: las bienaventuran­zas.

Dice San Mateo: Subió Jesús al monte con sus discípulos y mucho gentío, y una vez sentado, em­pezó a enseñarles, diciendo:

Bienaventurados los pobres de espíritu, por­que de ellos es el reino de los cielos;

bienaventurados los mansos, porque posee­rán la tierra;

bienaventurados los que lloran, porque serán consolados;

bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados; bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia;

bienaventurados los limpios de corazón, por­que verán a Dios;

bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios;

bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos

Para una exposición amplia y sus­tanciosa de' las «Bienaventuranzas», ver San Agustín, El Sermón de la montaña, Ed. Palabra, Madrid, 1976.

Vamos a repensarlas un poco:

Bienaventurados son los pobres: no los que Carecen de bienes de fortuna a causa de su pereza;

bienaventurados los mansos: no los que no se "complican la vida", porque son cobardes;

bienaventurados los que lloran: no simple­mente los que viven amargados y se pierden en estériles lamentos;

bienaventurados los que tienen hambre y sed de santidad: no los santurrones beatos;

bienaventurados los misericordiosos: no los filántropos;

bienaventurados los limpios de corazón: no los que viven obsesionados por el pecado de impureza;

bienaventurados los pacíficos: no los absten­cionistas que no saben comprometerse en el Amor;

bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia: no los insolentes que pisotean la ley.

El espíritu de las bienaventuranzas no permite en modo alguna quo nos durmamos en los laure­les, que busquemos atajos facilones para el se­guimiento de Cristo.

El espíritu de las bienaventuranzas se opone radicalmente al espíritu del mundo. Las gentes, los pueblos, los príncipes y los reyes de la tierra, se consideraban a sí mismos «beati», dichosos, biena­venturados... ¡qué lejos están de la ley evangélica!

«Ojo por ojo y diente por diente»: dura es la ley del Talión;

«Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo»: dura es la ley de la vieja economía.

El camino de la felicidad, de la bienaventuranza, sólo Cristo supo trazarlo de manera definitiva. Las bienaventuranzas son virtudes netamente cristia­nas. La mentalidad pagana del mundo ni las cono­cía ni las conoce.

Son ocho puntos que comprometen al hombre hasta el fin. Y, a juicio de Santo Tomás, hay en ellas una gradación ascendente que culmina en la plena asimilación de Jesucristo —et hunc crucifixum— cosido con clavos al madero de la Cruz.