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UN HOMBRE VIRTUOSO (1 de 3)
Cuando san Mateo califica de justo a san José compendia en esa palabra el inmenso amor a Dios que anidaba en su corazón, la infinita ternura con que trataba a su esposa, la Virgen, y el cariño tierno y sentido que dedicaba al Niño Jesús que, siendo legalmente su hijo, era en realidad el Hijo de Dios, pero también el cúmulo de virtudes sobrenaturales y humanas que acompañaban la vida íntegra del santo patriarca.
Hemos mencionado ya algunas de ellas: la fe, la docilidad, la discreción, la fidelidad o la prudencia que, de algún modo, resaltan dentro del cúmulo que aparecen en su vida.
La santidad es, ciertamente, fruto de la gracia de Dios, pero ella no cambia la naturaleza del hombre, sino que, más bien, la perfecciona. Es como el coronamiento de la persona. Con la ayuda de la gracia, el hombre santo se realiza plenamente; el santo es el hombre perfecto.
San José, hombre santo por excelencia, debió de poseer no solo las virtudes sobrenaturales: fe, esperanza y caridad, sino también las virtudes humanas, que son como el soporte sobre el que crecen con vigor las sobrenaturales, infundidas por la gracia como don divino.
Quien fue elegido por el Padre Eterno para ser fiel cuidador y guardián de sus más preciados tesoros, Jesús y su Madre, haciéndolo como lo hizo con absoluta fidelidad, debería ser un hombre perfecto.
Las virtudes son hábitos operativos buenos en contraposición a los hábitos operativos malos que pueden anidar y ¡de qué modo! en el hombre.
Las virtudes llevan al hombre a desarrollar de modo pleno las potencialidades en él existentes. Jesucristo, hombre perfecto, las tuvo en grado sumo, y san José que le imitó, sin duda, en la mayor medida de que fuera capaz.
Como todo hábito la virtud supone una reiterada repetición de los mismos actos, lo que requiere firmeza para realizar lo que a veces resulta costoso y menos grato, prontitud para ejecutarlo, lo que conlleva una determinación para ello y un cierto agrado que motive su realización.
A veces nos encontramos con personas que nos caen bien porque son alegres, serviciales, sencillas, honradas, sinceras, leales, compasivas, poseen lo que solemos denominar hombría de bien; otras, por el contrario, nos caen mal y las vemos volubles, desordenadas, vanidosas, perezosas, pesimistas... Aquellas tienen las denominadas virtudes humanas y estas, no.
Al calificar san Mateo a san José como un hombre justo nos está diciendo que era un hombre: honrado, leal, trabajador, ordenado, servicial, sencillo, sincero, prudente, leal a la palabra dada, responsable, en una palabra, que era un hombre de bien o, lo que es lo mismo, que en él anidaban una serie de virtudes humanas.
Si Dios se fió de él para encargarle la misión de cuidar a su Hijo en la tierra, fue porque en él vio un hombre cabal, capaz de salir airoso de aquella misión que, si era grandiosa, no era por ello menos comprometida.
Leyendo el Evangelio de la Infancia podemos apreciar en san José la virtud de la fortaleza, que es virtud humana antes que sobrenatural, para hacer frente a las dificultades no menguadas que le surgieron en la vida; la laboriosidad, pues con su trabajo, un trabajo manual honrado, dio de comer a su familia; la servicialidad y la disponibilidad, pues vemos cómo supo situarse en Belén, en Egipto y de nuevo en Nazaret, de donde había partido años antes y donde se avecindó tras su vuelta de Egipto; la reciedumbre, necesaria para salir airoso de las difíciles pruebas a que fue sometido por secundar los planes divinos; la discreción, de la que hablamos en otro lugar, etc. Todas ellas forman el armazón que dio cuerpo a la santidad heroica que desarrolló en su vida.
Dice San Josemaría en Amigos de Dios: Es verdad que no basta esa capacidad personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero, si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien.
El ejemplo lo tenemos en Jesucristo, que es perfecto Dios, pero también hombre perfecto. Si todo cristiano tiene como meta suprema de su vida imitar a Jesucristo, quiere decir que para ser buen cristiano deberá ser muy divino, sí, pero también muy humano. No puede existir ruptura, sino continuidad, entre la perfección humana y la sobrenatural. Mirando a Jesucristo, como lo haría san José que le veía con sus propios ojos, seremos personas honradas, trabajadoras, ordenadas, leales, alegres...
Dice Magdalena Velasco en Virtudes humanas, Folletos MC, 245: Si somos cristianos y la vida de la gracia habita en nuestra alma, nuestro esfuerzo por ser mejores amigos, más trabajadores, más audaces y delicados, se convierte en vía para hacer de nosotros hombres y mujeres santos. No hay otra vía: para ser sobrenaturales, hemos de ser muy humanos primero, aprendiendo de Cristo, que fue perfecto Dios y Hombre perfecto. En Él se da la cumbre de toda perfección y de toda virtud. Él es el modelo para los hombres de todos los tiempos, sin distinción de sexo, raza o condición.
Hemos señalado ya que la meta del cristiano es la salvación eterna y que esta solo es alcanzable por los méritos de Jesucristo. Es algo sobrenatural y, por ello, fuera del alcance del hombre, pero las virtudes humanas de que venimos hablando son como la cumbre de la perfección que tenemos a nuestro alcance; las otras, las sobrenaturales, son don de Dios que habremos de desarrollar con la gracia divina, pero que encontrarán la tierra bien preparada, si la persona está bien pertrechada de virtudes humanas. Estas dependen de nuestro esfuerzo; aquellas, de la gracia de Dios.
Y continúa San Josemaría en Amigos de Dios: Las virtudes humanas son el fundamento de las sobrenaturales; y estas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere, aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes -hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia-, porque obras son amores, y no cabe amar a Dios solo de palabra, sino con obras y de verdad.
Una de las virtudes humanas hoy, tal vez, menos practicadas es la gratitud. Envueltos en un manto de egoísmo, nos olvidamos de agradecer los pequeños servicios que tantas personas nos dispensan y, gracias a los cuales, nuestra vida se desarrolla más placentera y agradable. Vivimos en el mundo de los derechos. Nos consideramos con derecho a todo y ello, amén de ser signo de inmadurez, nos lleva al olvido de nuestros deberes, entre los que se encuentra el agradecimiento. Agradecer tantos servicios como se nos prestan, sin encerrarnos en nosotros mismos, es no solo una virtud humana, sino también un acto de la más fina caridad. «Es de bien nacidos ser agradecidos», dice un refrán castellano que, a mi parecer, está un tanto en desuso.
Tal vez nos parezca cosa de poca monta, que no merece nuestra atención, el dar las gracias al camarero que nos ha servido un café, a la dependienta que nos saluda con cara de cansancio en la caja del supermercado, al portero que nos abre la puerta, a quien nos pone la mesa o nos prepara la comida -¡cuántas veces disfrutamos con los manjares que se ponen en la mesa y qué pocas nos acordamos de la cocinera que los ha preparado!-, los mil servicios que se nos prestan a lo largo del día, gracias a los cuales nos resulta mucho más grata la vida y más llevadero nuestro trabajo. Son pequeñeces, pero son ellas las que alegran nuestro vivir.
Leí en una ocasión que un buen día apareció por el taller de Miguel Ángel un viejo amigo que quedó admirado de la perfección de una escultura en la que estaba trabajando. Volvió tiempo después y le vio con la misma escultura. Extrañado le preguntó si había estado enfermo, pues seguía con lo que él desde hacía tiempo consideraba concluido. Miguel Ángel le dijo que no y que todo ese tiempo lo había necesitado para mejorar la expresión del rostro y resaltar un músculo. El amigo le dijo que aquello eran pequeñeces, a lo que contestó el maestro: solo las pequeñeces hacen que una escultura se convierta en una obra de arte.