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V. LA RESURRECCIÓN
«No es cosa grande —dice San Agustín— creer que Cristo muriese, porque esto también lo creen los paganos y judíos y todos los inicuos: todos creen que murió. La fe de los cristianos es la Resurrección; esto es lo que tenemos por cosa grande: el creer que resucitó» (Enarrat. in Psalmos, 120).
De todos cuantos datos trae el Nuevo Testamento, éste, la resurrección de Jesús crucificado, muerto y enterrado, es el más importante de todos, hasta el punto de que si no fuera un hecho histórico, tan cierto como —por ejemplo— la batalla de Waterloo, el cristianismo en cuanto religión se vendría abajo: «caso que Jesús de Nazaret no hubiese salido vivo del sepulcro de José de Arimatea, este sepulcro sería no sólo la tumba de un hombre, sino también de la religión que lleva su nombre» (C. Fillion).
La importancia de este hecho la certificó el mismo Espíritu Santo cuando dice por San Pablo:
Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana también es nuestra fe. Resultamos además ser falsos testigos de Dios porque, en contra de Dios, testimoniamos que resucitó a Cristo, a quien no resucitó si de verdad los muertos no resucitan. Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; pero si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, todavía estáis en vuestros pecados. E incluso los que han muerto en Cristo, perecieron. Si sólo tenemos puesta la esperanza en Cristo para esta vida, somos los más desgraciados de los hombres.
Pero no. Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que mueren (1 Cor 15, 14-20).
Del hecho de la resurrección de Jesús hubo testigos (muchos: San Pablo menciona que en una ocasión se «dejó ver por más de quinientos hermanos, de los cuales algunos murieron, y muchos viven todavía entre nosotros») (1 Cor 15, 6), aparte, los apóstoles que fueron los testigos oficiales que debían certificarlo. De aquí que, al tratar de la pasión y muerte de Nuestro Señor, se debe seguir con el hecho de la resurrección, sin el cual todo lo demás carecería de sentido. Conviene no obstante, precisar con Juan Pablo II, que «la resurrección, aun siendo un suceso determinado en el espacio y en el tiempo, trasciende y supera la historia». En cuanto misterio sobrenatural, la fe es necesaria para aceptarlo; en cuanto sucedido en un lugar y tiempo determinado con aspectos externos observables, es un hecho demostrable y demostrado.
Lo mismo que con el relato que hacen los evangelistas de la pasión y muerte de Jesús, sucede con el de la resurrección. Cada uno, de acuerdo con la finalidad y los destinatarios de su Evangelio, de acuerdo también con el impulso del Espíritu Santo, de sus recuerdos o de la tradición común a todos ellos, escribió lo que estimó más conveniente o significativo, dentro siempre de la misma sencillez, ausencia de pasión o entusiasmo, y como si lo hiciera desde una cierta lejanía que impide todo matiz emocional, rasgo que, por otra parte, es común a todo el texto de los Evangelios. Y también como en el caso de la pasión y muerte, lo mismo aquí hay que ir recomponiendo, a través de los distintos datos de los evangelistas, la sucesión (aproximadamente, pues no puede ser exacta) de los acontecimientos concordando lo que unos y otros escribieron según sus propias particularidades y vivencias.
1. La mañana del domingo
Jesús fue enterrado el viernes al atardecer. El descanso sabático comenzaba con el crepúsculo, y quizá dio lugar a las mujeres, el mismo viernes, a proveerse de aromas para ungir el cuerpo de Jesús, puesto que la premura del tiempo no había permitido a la buena voluntad de José de Arimatea y de Nicodemo sino una precipitada atención, ya que el tiempo no daba para más. O acaso fue el mismo domingo cuando lo hicieron antes de ponerse en camino hacia el sepulcro, pues San Marcos lo dice explícitamente: «Pasado el sábado, María Magdalena y María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús» (Me 16, 1).
Durante el sábado permanecieron juntos sin moverse, sostenidos en su fe por la Santísima Virgen, como se vio antes. No todos, sin embargo, tuvieron la misma paciencia en la forzada inactividad. Dos de los discípulos, no de los once —Judas ya no contaba- sino de aquellos setenta y dos que mencionan los Evangelios, determinaron marcharse: habían sido unos años maravillosos los que estuvieron cerca de Jesús disfrutando con los otros de su presencia y de sus palabras; pero en aquella sorda batalla entre Jesús, intentando quebrantar la dureza de corazón de los judíos, y el Sanhedrín con los escribas y fariseos intentando quitar de en medio a Jesús, cuya predicación destruía su visión de un Mesías puramente terreno y al servicio de intereses temporales, los judíos habían vencido, Jesús estaba muerto, y aquella estupenda aventura había terminado, de modo que cuanto antes reanudaran su vida donde la habían dejado para ir tras de Jesús, mejor. Allí no había ya nada que hacer.
Era, sin embargo, imposible emprender el camino por razones del descanso sabático; y al terminar, al anochecer del sábado, no era momento de emprender, ya de noche, el camino hacia su aldea, de manera que permanecieron con los otros hasta el domingo.
Mientras tanto habían sucedido algunas cosas. En un momento determinado, antes de la aurora, «se produjo un gran terremoto, pues un ángel del Señor descendió del Cielo, y acercándose removió la piedra y se sentó sobre ella (...). Llenos de miedo, los guardias se atemorizaron y se quedaron como muertos» (Mt 28, 2 y 4). Pero tan pronto se recuperaron emprendieron la desbandada hacia Jerusalem, pues al llegar las mujeres no vieron a guardia alguno.
En efecto, dice San Marcos refiriéndose a las mujeres que compraron los aromas que «muy de mañana, al día siguiente del sábado, llegan al sepulcro, salido ya el sol, y se decían unas a otras: ¿quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro? Y al mirar vieron que la piedra estaba quitada; era ciertamente muy grande» (Me 16, 2-4). Quizá para entonces Jesús había aparecido ya a su Santísima Madre, que debió ser la primera persona que vio a Jesús resucitado. El hecho de que los Evangelios no mencionen esta aparición no significa que no la hubiera habido en la realidad. Hay muchas cosas que los Evangelios no dicen, y desde luego ninguna que se refiera a la intimidad de la relación entre Madre e Hijo. El mismo San Pablo, por ejemplo, dice que Jesús «se apareció a Cefas», pero esta aparición tampoco viene en ninguno de los Evangelios.
Aparte las razones que casi pueden calificarse de sentido común (¿se puede pensar razonablemente que Jesús se apareciera a María Magdalena y no a la Virgen María?), hay un texto de Santa Teresa muy expresivo. En sus Relaciones (XV, 4) escribió cómo un día se le apareció el Señor después de comulgar y, «díjome que en resucitado había visto a Nuestra Señora, porque estaba ya en gran necesidad, que la pena la tenía tan absorta y traspasada que aún no tornaba luego en sí para gozar de aquel gozo».
Las mujeres llegaron al sepulcro «salido ya el sol». Pero según el relato de San Juan, no fueron las primeras en llegar:
El día siguiente al sábado, al amanecer, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces echó a correr, fue a Simón Pedro y al otro discípulo al que Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn 20, 1-2).