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25 agosto 2024

Bernadot. De la Eucaristía a la Trinidad.

LA GLORIA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Tal es, también, el fin último de la Comunión
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Esta liturgia que se desarrolla, perfectamente una, ante el trono de Dios y sobre el altar, quiere reproducirla Jesús en el alma del que comulga. Viene a nosotros para hacernos entrar en el gran movimiento de la alabanza de la que El es el Jefe y el Pontífice. Un día dijo a Santa Margarita María:

«Vengo a ti como soberano Sacrificador».

El bautizado es un templo consagrado, uno de los lugares de la ofrenda litúrgica: Este templo de Dios, que sois vosotros, es santo. En este templo se asienta el Dios todopoderoso a quien es ofrecido el sacrificio, la adorable Trinidad: Haremos en él nuestra morada. Y la Comunión introduce en él la víctima, el Cordero inmolado, que viene de nuevo a ofrecerse y a unir su sacrificio al del alma que le recibe, porque quiere que con El ofrezcamos nuestros corazones como una hostia viva, santa y agradable a Dios.

«El alma cristiana, dice Orígenes, es un altar fijo donde el sacrificio se perpetúa noche y día». Sacrificio que no debe ser pasajero, sino permanente, porque el Cordero inmolado permanece en nosotros aun después de la disolución de las santas especies, según lo ha prometido, para que por El ofrezcamos sin cesar a Dios un sacrificio de alabanza, el fruto de labios que bendigan su nombre.

La Comunión permite al alma celebrar en su santuario el sacrificio que la Iglesia triunfante y militante no cesa de presentar al Señor: la misma Víctima se ofrece en él, al mismo Dios y por la misma alabanza.

Nada falta en él, ni el incienso y la armo­ nía de las cítaras de la célebre visión de San Juan. La oración del alma se eleva alrededor del sacrificio como un olor de suavidad que hace decir al Señor que la esposa sube como una columna de humo formada de perfumes de mirra y de incienso y de toda especie de aromas.

El sonido de las cítaras es la armonía de todos los actos de amor, de todos los deseos y sentimientos tan diversos que brotan entonces en el corazón bajo la inspiración del Espíritu. Armonía que llega a ser sublime, verdadero eco del cántico nuevo del coro de los elegidos, cuando todas las potencias del alma y del cuerpo, como las cuerdas de una lira, están armonizadas por la pureza y la penitencia. «Entonces, dice el Padre celestial a Santa Catalina de Siena, esta alma canta un cántico delicioso, acompañándose con un instrumento cuyas cuerdas ha dispuesto tan acertadamente la prudencia, que todas producen una santa armonía para la gloria y el honor de mi nombre. Esta armonía es producida por las grandes cuerdas, que son las potencias del alma, y por las pequeñas cuer­ das, que son los sentidos exteriores del cuerpo. Todos los Santos han cogido almas con esta armonía. El primero que la hizo oír es mi Verbo amado cuando se revistió de vuestra humanidad y, uniéndola a la divinidad, tocó sobre la cruz esta música inefable que arrebató al género humano».

Así, en el cielo, en el altar y en el alma se celebra la misma liturgia eterna.

En la misma proporción en que se desarrolla en nosotros, adelanta la santificación del que la celebra. Cuando el alma, sostenida por una plena caridad, y unida con inteligencia y amor al sacrificio del Cordero, llega a no dejarse ya separar por nada de su obra de alabanza, y a celebrar sin interrupción el culto interior, ha alcanzado la perfección sobre la tierra, vive en las sombras de la fe, como los bienaventurados en la visión eterna, y su vida íntima, como dice San Albergo Magno, es «el preludio y el comienzo de la vida del cielo».