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23 agosto 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

De nuevo, Señor, quiero suplicarte que nunca me aísle de mis hermanos, como Judas se aisló de ellos. ¿Dónde, fuera de la familia —sobrenatural o humana—, voy a encontrar a nadie que me quiera más, y más dispuesto a ayudarme? Cuando una vez un estudiante preguntó al Beato Josemaría Escrivá cuál era la virtud humana más importante, contestó a botepronto, con aquella energía que daba tanta fuerza a sus palabras: «¡La sinceridad!» «No os calléis nunca nada», decía a sus hijos: «el infierno está lleno de bocas cerradas». Cuando uno se aísla, cuando deja de estar unido a sus hermanos encerrado en su torre de marfil (que no es de marfil —comentaba en otra ocasión—, sino de cuerno, hueco, duro y retorcido), entonces está solo. «¡Y ay del que está solo —dice la Escritura— porque si cae no habrá quien le levante!» No permitas, Jesús, que me encierre en mí mismo, porque no quiero ser como Judas, que fue ocultando unas cosas y otras y separándose poco a poco de sus amigos, viviendo una doble vida que cada vez le fue endureciendo más.

Pero los otros, incluso Pedro, que tan grave traspié había dado (él precisamente, el hombre fuerte, la roca que había elegido el Señor para edificar su Iglesia), aceptaron su vergüenza y su remordimiento. No huyeron de nuevo, antes al contrario, se buscaron unos a otros para encontrar en la unidad de una amistad fraternal, nacida y madurada al amparo de la vocación divina junto a Jesús, la fuerza que contrarrestaba su debilidad. «Frater qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma» (Prov 18, 19): el hermano ayudado por su hermano es como una ciudad amurallada; a ninguno le importó que los demás vieran su miseria. No era un prestigio falso, un mentiroso simulacro de dignidad lo que querían salvar. Ni una excusa en sus labios para justificar su conducta, ni una observación para paliar su fallo. Sólo vergüenza, dolor que, al ser aceptado con plena responsabilidad era ya como un precio que se pagaba por el pecado y se convertía en expiación, y un secreto alivio de estar de nuevo en casa, con los hermanos... y con la Madre.

Ella, tu Madre y nuestra Madre, fue, como siempre ha sido y será, y lo fue entonces, el auxilium christianorum, la ayuda que necesitaban tus discípulos, que ahora, además, eran sus propios hijos desde que en la Cruz se los habías confiado. ¡Qué débiles y desvalidos le debieron parecer! ¡Y cómo, en el peor momento, fue Ella la que de nuevo lo compuso todo! Ya en este momento aparece como la fuerza capaz de componer hasta lo más descompuesto: es la omnipotencia suplicante. Me causó, Señor, una gran impresión un suceso que se relata en la instrucción de la beatificación de San Francisco de Sales, y que es muy expresivo de hasta qué punto tu Santísima Madre tiene un tremendo poder de intercesión. Declaró en el proceso como testigo una de las religiosas que le conoció en el primer monasterio de la Visitación de Annecy. Refirió que llevaron al obispo de Ginebra Mons. Carlos Augusto de Sales —sobrino y sucesor en la sede de San Francisco— a un hombre joven que, desde cinco años atrás, estaba poseído por el demonio. Los interrogatorios al poseso se hicieron junto a los restos del santo. Durante uno de ellos, el demonio exclamó lleno de furia: «¿Por qué he de salir?» Estaba presente una de las Madres de la Visitación que, al oírle, asustada quizá por el furor demoniaco de la exclamación, invocó a la Virgen: «¡Santa Madre de Dios, rogad por nosotros! ¡María, Madre de Jesús, venid en nuestra ayuda!»

Al oír estas palabras —prosiguió en su declaración la religiosa—, el demonio gritó: «¡María, María! ¡Para mí no hay María! ¡No pronunciéis ese nombre que me hace estremecer! ¡Si hubiera una María para mí, como la hay para vosotros, yo no sería lo que soy! Pero para mí no hay María».

Sobrecogidos por la escena, los que estaban presentes lloraban. El demonio repitió: «¡Si yo tuviese un instante de los muchos que vosotros perdéis! ¡Un solo instante y una María, y yo no sería un demonio!»

Jesús, ¡Que pena da que haya tantos cristianos que pierden esos instantes! Deja que yo los aproveche y viva siempre asido a la suave mano de tu bendita Madre, porque así estaré a salvo de todo peligro.